La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde. HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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Esta proposición del conde inquietó terriblemente a la duquesa, y no sin motivo, por fin, se rindió a la razón y, al dictado del ministro, escribió la orden nombrando los jueces. El conde no la dejó hasta las seis de la mañana. La duquesa procuró dormir, pero fue en vano. A las nueve, desayunó con Fabricio, que mostró un impaciente deseo de someterse a juicio. A las diez, la duquesa se presentó en el departamento de la princesa, que no estaba visible. A las once, vio al príncipe, el cual firmó la orden sin la menor objeción. La duquesa se la envió al conde y se fue a la cama. Sería acaso divertido referir el furor de Rassi cuando el conde le obligó a refrendar con su firma, en presencia del príncipe, la orden que éste firmara por la mañana. Pero los acontecimientos nos acucian. El conde discutió los méritos de cada juez y ofreció cambiar los nombres. Pero el lector está quizá un poco fatigado de todos estos detalles de procedimiento y de todas estas intrigas cortesanas. De todo ello se puede deducir la moraleja de que el hombre que se acerca a la corte compromete su felicidad, suponiendo que sea feliz, y en todo caso hace depender su porvenir de las intrigas de una camarera. Por otra parte, en América, en la república, hay que aburrirse todo el día haciendo seriamente la corte a los tenderos de la calle y volverse tan bruto como ellos; allí, no hay ópera. Al levantarse por la tarde, la duquesa sintió una viva inquietud: no encontraban a Fabricio; por fin, a medianoche, en la comedia de la corte, recibió una carta suya. En lugar de constituirse preso en la cárcel de la ciudad donde el conde era el amo, había vuelto a su antigua celda de la ciudadela, demasiado feliz de morar a unos pasos de Clelia. Fue éste un acontecimiento de inmensa trascendencia: allí estaba más expuesto que nunca al veneno. Semejante locura sumió a la duquesa en la desesperación; le perdonó la causa, su desatinado amor por Clelia, porque ésta iba a casarse a los pocos días con el rico marqués Crescenzi. Aquella locura devolvió a Fabricio toda la influencia que en otro tiempo ejerciera sobre el alma de la duquesa. «¡Y ese maldito papel que yo hice firmar al príncipe será la causa de su muerte! ¡Qué insensatos son estos hombres con sus ideas del honor! ¡Como si hubiera que pensar en el honor en los gobiernos absolutos, en los países en que un Rassi es ministro de justicia! Debiéramos haber aceptado simplemente el indulto, que el príncipe hubiera firmado tan fácilmente como el nombramiento de ese tribunal extraordinario. ¡Qué importa, después de todo, que un hombre de la estirpe de Fabricio sea más o menos acusado de haber dado muerte, espada en mano, a un histrión como Giletti!» Apenas recibida la carta de Fabricio, la duquesa corrió a casa del conde; le encontró muy pálido. —¡Dios santo, querida mía!, tengo mala mano con este chiquillo, y va de nuevo a reprochármelo. Puedo probarle que mandé llamar ayer al carcelero de la cárcel de la ciudad; su sobrino habría venido diariamente a tomar el té con usted. Lo más horrible es la imposibilidad de que ni usted ni yo digamos al príncipe que tememos el veneno, y el veneno administrado por Rassi: semejante sospecha le parecería el colmo de la inmoralidad. No obstante, si lo exige, estoy dispuesto a ir a palacio; pero estoy seguro de la respuesta. Le diré más: le ofrezco un medio que no utilizaría para mí. Desde que tengo el poder en este país, no he hecho ejecutar a un solo hombre, y bien sabe que soy tan infeliz en esto, que a veces, a la caída de la tarde, todavía pienso en aquellos dos espías que ordené fusilar un poco precipitadamente en España. Pues bien, ¿quiere que la libre de Rassi? El peligro que hace correr a Fabricio es inmenso; esto representa para él un medio seguro de obligarme a despejar el campo. Esta idea agradó sobremanera a la duquesa, pero no la aprobó. —No quiero —dijo al conde— que en nuestro retiro bajo el hermoso sol de Nápoles le

ensombrezcan ideas negras al atardecer. —Querida mía, me parece que sólo nos toca elegir entre ideas negras. ¿Qué va a ser de usted, que va a ser de mí, si una enfermedad nos arrebata a Fabricio? Esta idea suscitó de nuevo la discusión, y la duquesa la terminó con esta frase: —Rassi debe la vida a que yo le quiero a usted más que a Fabricio; no, no quiero envenenar todos los atardeceres de la vejez que vamos a pasar juntos. La duquesa corrió a la ciudadela. El general Fabio Conti gozó la gran satisfacción de poder oponerle el texto formal de las leyes militares: nadie puede penetrar en una prisión de Estado sin una orden firmada por el príncipe. —¡El señor marqués Crescenzi y sus músicos vienen todos los días a la ciudadela! —Es que yo he obtenido para ellos una orden del príncipe. La pobre duquesa no conocía todas estas desventuras. El general Fabio Conti se consideraba deshonrado por la evasión de Fabricio; cuando le vio llegar a la ciudadela, debió no recibirle, porque no tenía ninguna orden para ello. «Pero —se dijo— el Cielo me le envía para reparar mi honra y librarme del ridículo que empañaría mi carrera militar. No hay que dejar escapar la ocasión: seguramente lo absolverán, y me quedan pocos días para vengarme.»

Esta proposición <strong>de</strong>l con<strong>de</strong> inquietó terriblemente a la duquesa, y no sin motivo, por fin, se rindió a la<br />

razón y, al dictado <strong>de</strong>l ministro, escribió la or<strong>de</strong>n nombrando los jueces.<br />

El con<strong>de</strong> no la <strong>de</strong>jó hasta las seis <strong>de</strong> la mañana. <strong>La</strong> duquesa procuró dormir, pero fue en vano. A las<br />

nueve, <strong>de</strong>sayunó con Fabricio, que mostró un impaciente <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> someterse a juicio. A las diez, la<br />

duquesa se presentó en el <strong>de</strong>partamento <strong>de</strong> la princesa, que no estaba visible. A las once, vio al príncipe,<br />

el cual firmó la or<strong>de</strong>n sin la menor objeción. <strong>La</strong> duquesa se la envió al con<strong>de</strong> y se fue a la cama.<br />

Sería acaso divertido referir el furor <strong>de</strong> Rassi cuando el con<strong>de</strong> le obligó a refrendar con su firma, en<br />

presencia <strong>de</strong>l príncipe, la or<strong>de</strong>n que éste firmara por la mañana. Pero los acontecimientos nos acucian.<br />

El con<strong>de</strong> discutió los méritos <strong>de</strong> cada juez y ofreció cambiar los nombres. Pero el lector está quizá un<br />

poco fatigado <strong>de</strong> todos estos <strong>de</strong>talles <strong>de</strong> procedimiento y <strong>de</strong> todas estas intrigas cortesanas. De todo ello<br />

se pue<strong>de</strong> <strong>de</strong>ducir la moraleja <strong>de</strong> que el hombre que se acerca a la corte compromete su felicidad,<br />

suponiendo que sea feliz, y en todo caso hace <strong>de</strong>pen<strong>de</strong>r su porvenir <strong>de</strong> las intrigas <strong>de</strong> una camarera.<br />

Por otra parte, en América, en la república, hay que aburrirse todo el día haciendo seriamente la corte<br />

a los ten<strong>de</strong>ros <strong>de</strong> la calle y volverse tan bruto como ellos; allí, no hay ópera.<br />

Al levantarse por la tar<strong>de</strong>, la duquesa sintió una viva inquietud: no encontraban a Fabricio; por fin, a<br />

medianoche, en la comedia <strong>de</strong> la corte, recibió una carta suya. En lugar <strong>de</strong> constituirse preso en la cárcel<br />

<strong>de</strong> la ciudad don<strong>de</strong> el con<strong>de</strong> era el amo, había vuelto a su antigua celda <strong>de</strong> la ciuda<strong>de</strong>la, <strong>de</strong>masiado feliz<br />

<strong>de</strong> morar a unos pasos <strong>de</strong> Clelia.<br />

Fue éste un acontecimiento <strong>de</strong> inmensa trascen<strong>de</strong>ncia: allí estaba más expuesto que nunca al veneno.<br />

Semejante locura sumió a la duquesa en la <strong>de</strong>sesperación; le perdonó la causa, su <strong>de</strong>satinado amor por<br />

Clelia, porque ésta iba a casarse a los pocos días con el rico marqués Crescenzi. Aquella locura<br />

<strong>de</strong>volvió a Fabricio toda la influencia que en otro tiempo ejerciera sobre el alma <strong>de</strong> la duquesa.<br />

«¡Y ese maldito papel que yo hice firmar al príncipe será la causa <strong>de</strong> su muerte! ¡Qué insensatos son<br />

estos hombres con sus i<strong>de</strong>as <strong>de</strong>l honor! ¡Como si hubiera que pensar en el honor en los gobiernos<br />

absolutos, en los países en que un Rassi es ministro <strong>de</strong> justicia! Debiéramos haber aceptado simplemente<br />

el indulto, que el príncipe hubiera firmado tan fácilmente como el nombramiento <strong>de</strong> ese tribunal<br />

extraordinario. ¡Qué importa, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> todo, que un hombre <strong>de</strong> la estirpe <strong>de</strong> Fabricio sea más o menos<br />

acusado <strong>de</strong> haber dado muerte, espada en mano, a un histrión como Giletti!»<br />

Apenas recibida la carta <strong>de</strong> Fabricio, la duquesa corrió a casa <strong>de</strong>l con<strong>de</strong>; le encontró muy pálido.<br />

—¡Dios santo, querida mía!, tengo mala mano con este chiquillo, y va <strong>de</strong> nuevo a reprochármelo.<br />

Puedo probarle que mandé llamar ayer al carcelero <strong>de</strong> la cárcel <strong>de</strong> la ciudad; su sobrino habría venido<br />

diariamente a tomar el té con usted. Lo más horrible es la imposibilidad <strong>de</strong> que ni usted ni yo digamos al<br />

príncipe que tememos el veneno, y el veneno administrado por Rassi: semejante sospecha le parecería el<br />

colmo <strong>de</strong> la inmoralidad. No obstante, si lo exige, estoy dispuesto a ir a palacio; pero estoy seguro <strong>de</strong> la<br />

respuesta. Le diré más: le ofrezco un medio que no utilizaría para mí. Des<strong>de</strong> que tengo el po<strong>de</strong>r en este<br />

país, no he hecho ejecutar a un solo hombre, y bien sabe que soy tan infeliz en esto, que a veces, a la<br />

caída <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, todavía pienso en aquellos dos espías que or<strong>de</strong>né fusilar un poco precipitadamente en<br />

España. Pues bien, ¿quiere que la libre <strong>de</strong> Rassi? El peligro que hace correr a Fabricio es inmenso; esto<br />

representa para él un medio seguro <strong>de</strong> obligarme a <strong>de</strong>spejar el campo.<br />

Esta i<strong>de</strong>a agradó sobremanera a la duquesa, pero no la aprobó.<br />

—No quiero —dijo al con<strong>de</strong>— que en nuestro retiro bajo el hermoso sol <strong>de</strong> Nápoles le

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