La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde. HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
—Reconozco bien las bondades de la señora. La politica en una obra literaria es un pistoletazo en medio de un concierto [1] , una cosa grosera y a la que, sin embargo, no se puede negar cierta atención. Vamos a hablar de cosas muy feas y que, por más de una razón, quisiéramos pasar en silencio; pero nos vemos obligados a referirnos a ciertos acontecimientos que son de nuestro dominio, puesto que tienen por teatro el corazón de nuestros personajes. —Pero, Dios mío, ¿cómo ha muerto ese gran príncipe? —preguntó la duquesa a Bruno. —Estaba cazando aves de paso en los pantanos de las orillas del Po, a dos leguas de Sacca. Cayó en una torca cubierta de follaje: estaba muy sudoroso y el frío le hizo daño; le transportaron a una casa aislada, donde murió a las pocas horas. Otros dicen que los señores Catena y Borone murieron también, y que el accidente se debe a las cacerolas de cobre del campesino en cuya casa entraron, que estaban manchadas de cardenillo. Almorzaron en casa de ese hombre. En fin, las cabezas exaltadas, los jacobinos, que cuentan lo que desean, hablan de veneno. Lo que yo sé es que mi amigo Toto, furriel de la corte, hubiera perecido a no ser por los cuidados generosos de un labrador que parecía tener grandes conocimientos de medicina y le proporcionó remedios muy singulares. Pero ya no se habla de la muerte del príncipe: en realidad era un hombre cruel. Cuando yo salí de Parma, el pueblo se aglomeraba ya para matar al fiscal general Rassi, y querían también ir a quemar las puertas de la ciudadela para que pudieran escaparse los presos. Pero decían que Fabio Conti dispararía sus cañones. Otros aseguraban que los artilleros de la ciudadela habían mojado la pólvora y no querían asesinar a sus conciudadanos. Pero he aquí lo más interesante: mientras el cirujano de Sandolaro curaba mi pobre brazo, llegó de Parma un hombre, el cual contó que, habiendo encontrado la multitud en la calle a Barbone, el famoso escribiente de la ciudadela, le apaleó y luego fue a colgarlo del árbol del paseo más próximo a la ciudadela. El pueblo estaba ya en marcha para ir a derribar esa hermosa estatua del príncipe que hay en los jardines de la corte; pero el señor conde tomó un batallón de la guardia, le arengó ante la estatua y mandó decir al pueblo que ninguno de los que entraran en los jardines saldría vivo, y el pueblo tuvo miedo. Pero lo más singular es que ese hombre que llegaba de Parma, un antiguo gendarme, me ha repetido varias veces que el señor conde la emprendió a puntapiés con el general P***, comandante de la guardia del príncipe, y le echó del jardín conducido por dos fusileros, después de haberle arrancado las charreteras. —Reconozco bien al conde en ese rasgo —exclamó la duquesa en una llamarada de alegría que no hubiera previsto un minuto antes—; no tolerará jamás que se ultraje a nuestra princesa; y en cuanto al general P***, por lealtad a sus antiguos señores legítimos, no ha querido nunca servir al usurpador, mientras que el conde, menos delicado, hizo todas las campañas de España, y la corte se lo ha reprochado muchas veces. La duquesa había abierto la carta del conde, pero interrumpía su lectura para hacer preguntas a Bruno. La carta era muy divertida; el conde empleaba los términos más lúgubres, y, no obstante, la más viva alegría trascendía en cada palabra; evitaba los detalles sobre la muerte del príncipe y acababa con estas palabras: Seguramente va a volver, ángel de mi alma, pero le aconsejo que espere un día o dos el correo que le enviará la princesa, a lo que espero, hoy o mañana. Es preciso que su retorno
sea tan magnífico como audaz fue su partida. En cuanto al gran criminal que está a tu lado, espero hacerle juzgar por doce jueces llamados de todos los distritos de este estado. Mas, para que ese monstruo sea castigado como merece, es necesario en primer término que yo pueda hacer pajaritas con la primera sentencia, si es que existe. El conde volvió a abrir la carta. Hay otro asunto: acabo de mandar distribuir cartuchos a los dos batallones de la guardia; voy a batirme y a merecer a mi gusto el sobrenombre de cruel con que desde hace tanto tiempo me han obsequiado los liberales. Esa vieja momia del general P*** ha tenido la osadía de hablar en el cuartel de entrar en tratos con el pueblo medio amotinado. Te escribo en mitad de la calle; voy a palacio, donde no entrarán si no es pasando sobre mi cadáver. ¡Adiós! Si muero, será adorándote a pesar de todo, como he vivido. No olvides mandar recoger trescientos mil francos depositados a tu nombre en la casa D***, de Lyon. Aquí tenemos a ese pobre diablo de Rassi, pálido como la muerte y sin peluca; ¡no puedes imaginarte qué cara! El pueblo está empeñado en ahorcarle; eso sería hacerle víctima de una sinrazón: merece ser descuartizado. Venía a refugiarse a mi palacio y ha corrido detrás de mí en la calle; no sé qué hacer… No quiero llevarle al palacio del príncipe, porque sería orientar la revuelta hacia esa parte. F*** verá si le quiero; mis primeras palabras a Rassi fueron: «Necesito la sentencia contra el señor Del Dongo, y todas las copias de la misma que pueda tener; y diga a todos esos jueces inicuos, causantes de esta sublevación, que mandaré ahorcarlos a todos, lo mismo que a usted, mi querido amigo, si dicen una palabra de esa sentencia, la cual no ha existido jamás». En nombre de Fabricio envío una compañía de granaderos al arzobispo. ¡Adiós, ángel mío!; van a quemar mi palacio y perderé los preciosos retratos que tengo suyos. Corro a palacio para hacer destituir a ese infame general P***, que está haciendo de las suyas; adula vilmente al pueblo como en otro tiempo adulaba al difunto príncipe. Todos estos generales tienen un miedo tremendo; creo que voy a hacer que me nombren general en jefe. La duquesa tuvo la perspicacia de no mandar que despertaran a Fabricio. Sentía por el conde un arrebato de admiración que se parecía mucho al amor. «Bien pensado —se dijo—, debo casarme con él.» Se lo escribió así inmediatamente, y mandó la carta por uno de sus servidores. Aquella noche, la duquesa no tuvo tiempo de sentirse desgraciada. Al día siguiente, a eso del mediodía, vio una barca tripulada por diez remeros que hendían rápidamente las aguas del lago; no tardaron Fabricio y ella en distinguir un hombre con la librea del príncipe de Parma: era en efecto uno de sus correos, el cual, antes de descender de la barca, gritó a la duquesa: —¡El motín ha quedado dominado! Aquel correo le traía varias cartas del conde, una admirable de la princesa y un documento del príncipe Ranucio Ernesto V, en pergamino, nombrándola duquesa de San Giovanni y mayordoma mayor de la princesa viuda. El nuevo soberano, docto en mineralogía y al que ella creía imbécil, había tenido la
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espero hacerle juzgar por doce jueces llamados <strong>de</strong> todos los distritos <strong>de</strong> este estado. Mas, para<br />
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El con<strong>de</strong> volvió a abrir la carta.<br />
Hay otro asunto: acabo <strong>de</strong> mandar distribuir cartuchos a los dos batallones <strong>de</strong> la guardia; voy a<br />
batirme y a merecer a mi gusto el sobrenombre <strong>de</strong> cruel con que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hace tanto tiempo me han<br />
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nombre en la casa D***, <strong>de</strong> Lyon.<br />
Aquí tenemos a ese pobre diablo <strong>de</strong> Rassi, pálido como la muerte y sin peluca; ¡no pue<strong>de</strong>s<br />
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sinrazón: merece ser <strong>de</strong>scuartizado. Venía a refugiarse a mi palacio y ha corrido <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> mí en la<br />
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hacia esa parte.<br />
F*** verá si le quiero; mis primeras palabras a Rassi fueron: «Necesito la sentencia contra el<br />
señor Del Dongo, y todas las copias <strong>de</strong> la misma que pueda tener; y diga a todos esos jueces inicuos,<br />
causantes <strong>de</strong> esta sublevación, que mandaré ahorcarlos a todos, lo mismo que a usted, mi querido<br />
amigo, si dicen una palabra <strong>de</strong> esa sentencia, la cual no ha existido jamás». En nombre <strong>de</strong> Fabricio<br />
envío una compañía <strong>de</strong> grana<strong>de</strong>ros al arzobispo. ¡Adiós, ángel mío!; van a quemar mi palacio y<br />
per<strong>de</strong>ré los preciosos retratos que tengo suyos. Corro a palacio para hacer <strong>de</strong>stituir a ese infame<br />
general P***, que está haciendo <strong>de</strong> las suyas; adula vilmente al pueblo como en otro tiempo adulaba<br />
al difunto príncipe. Todos estos generales tienen un miedo tremendo; creo que voy a hacer que me<br />
nombren general en jefe.<br />
<strong>La</strong> duquesa tuvo la perspicacia <strong>de</strong> no mandar que <strong>de</strong>spertaran a Fabricio. Sentía por el con<strong>de</strong> un<br />
arrebato <strong>de</strong> admiración que se parecía mucho al amor. «Bien pensado —se dijo—, <strong>de</strong>bo casarme con<br />
él.» Se lo escribió así inmediatamente, y mandó la carta por uno <strong>de</strong> sus servidores. Aquella noche, la<br />
duquesa no tuvo tiempo <strong>de</strong> sentirse <strong>de</strong>sgraciada.<br />
Al día siguiente, a eso <strong>de</strong>l mediodía, vio una barca tripulada por diez remeros que hendían<br />
rápidamente las aguas <strong>de</strong>l lago; no tardaron Fabricio y ella en distinguir un hombre con la librea <strong>de</strong>l<br />
príncipe <strong>de</strong> <strong>Parma</strong>: era en efecto uno <strong>de</strong> sus correos, el cual, antes <strong>de</strong> <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>r <strong>de</strong> la barca, gritó a la<br />
duquesa:<br />
—¡El motín ha quedado dominado!<br />
Aquel correo le traía varias cartas <strong>de</strong>l con<strong>de</strong>, una admirable <strong>de</strong> la princesa y un documento <strong>de</strong>l<br />
príncipe Ranucio Ernesto V, en pergamino, nombrándola duquesa <strong>de</strong> San Giovanni y mayordoma mayor<br />
<strong>de</strong> la princesa viuda. El nuevo soberano, docto en mineralogía y al que ella creía imbécil, había tenido la