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La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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llevaba consigo para consultar a los médicos <strong>de</strong> Pavía.<br />

Hasta diez leguas más allá <strong>de</strong>l Po, no se <strong>de</strong>spertó completamente el preso. Tenía un hombro<br />

dislocado y muchas <strong>de</strong>solladuras. <strong>La</strong>s maneras <strong>de</strong> la duquesa seguían siendo tan extraordinarias, que el<br />

dueño <strong>de</strong> una posada <strong>de</strong> pueblo don<strong>de</strong> comieron creyó tener en su casa a una princesa <strong>de</strong> la sangre<br />

imperial, y se disponía ya a hacerle los honores que le creía <strong>de</strong>bidos, cuando Ludovico le manifestó que<br />

la princesa le haría encarcelar in<strong>de</strong>fectiblemente si se le ocurría hacer tocar las campanas.<br />

Por fin, a eso <strong>de</strong> las seis <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, llegaron a territorio piamontés. Sólo allí estaba Fabricio<br />

verda<strong>de</strong>ramente seguro. Le llevaron a un pueblecito alejado <strong>de</strong> la carretera general, le vendaron las<br />

manos y durmió unas horas más.<br />

Fue en aquel pueblecito don<strong>de</strong> la duquesa se entregó a una acción no solamente horrible moralmente<br />

consi<strong>de</strong>rada, sino muy funesta para la tranquilidad <strong>de</strong>l resto <strong>de</strong> su vida. Unas semanas antes <strong>de</strong> la evasión<br />

<strong>de</strong> Fabricio, y un día en que todo <strong>Parma</strong> había ido a la puerta <strong>de</strong> la ciuda<strong>de</strong>la para tratar <strong>de</strong> ver en el<br />

patio <strong>de</strong> la misma el cadalso que estaban levantando en su favor, la duquesa había mostrado a Ludovico,<br />

factótum <strong>de</strong> su casa, el secreto por medio <strong>de</strong>l cual se hacía salir <strong>de</strong> un pequeño marco <strong>de</strong> hierro, muy bien<br />

disimulado, una <strong>de</strong> las piedras que formaban el fondo <strong>de</strong>l famoso <strong>de</strong>pósito <strong>de</strong> agua <strong>de</strong>l palacio<br />

Sanseverina, obra <strong>de</strong>l siglo XIII, a la que nos hemos referido. Mientras Fabricio dormía en la trattoria<br />

<strong>de</strong>l pueblecito, la duquesa mandó llamar a Ludovico. Tan singulares eran sus miradas, que la creyó loca.<br />

—Seguramente piensa —le dijo— que le voy a dar unos miles <strong>de</strong> francos. Pues no: le conozco, es un<br />

poeta y en poco tiempo dilapidaría ese dinero. Le doy la pequeña finca <strong>de</strong> Ricciarda, a una legua <strong>de</strong><br />

Casai–Maggiore.<br />

Ludovico se arrojó a sus pies loco <strong>de</strong> alegría, y asegurando con el acento <strong>de</strong>l corazón que no era por<br />

ganar dinero por lo que había contribuido a salvar a monseñor Fabricio; que siempre le había querido<br />

con particular afecto <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que una vez tuviera el honor <strong>de</strong> conducirle en su calidad <strong>de</strong> tercer cochero <strong>de</strong><br />

la señora. Cuando este hombre generoso creyó haber hablado bastante <strong>de</strong> su persona a tan gran dama, se<br />

<strong>de</strong>spidió; mas ella, con ojos chispeantes, le or<strong>de</strong>nó:<br />

—¡Qué<strong>de</strong>se!<br />

Sin <strong>de</strong>cir palabra y mirando <strong>de</strong> vez en cuando a Ludovico con ojos increíbles, paseaba la duquesa por<br />

aquel cuarto <strong>de</strong> posada. Por fin, el hombre, viendo que no acababa aquella extraña paseata, se creyó en el<br />

caso <strong>de</strong> dirigir la palabra a su ama.<br />

—<strong>La</strong> señora me ha hecho un presente tan exagerado, tan por encima <strong>de</strong> cuanto pudiera imaginar un<br />

pobre hombre como yo, tan superior sobre todo a los menguados servicios que he tenido el honor <strong>de</strong><br />

hacerle, que yo creo en conciencia que no <strong>de</strong>bo aceptar esta tierra <strong>de</strong> Ricciarda. Tengo el honor <strong>de</strong><br />

<strong>de</strong>volver esa finca a la señora y <strong>de</strong> rogarle que me otorgue una pensión <strong>de</strong> cuatrocientos francos.<br />

—¿Cuántas veces en su vida —le dijo la duquesa con tétrica altivez— ha oído <strong>de</strong>cir que yo había<br />

abandonado un proyecto una vez anunciado por mí?<br />

Dichas estas palabras, la duquesa tornó a pasearse durante unos minutos más. Luego, parándose <strong>de</strong><br />

pronto, exclamó:<br />

—Sólo por azar y porque él supo conquistar la complacencia <strong>de</strong> esa jovencita, se ha salvado la vida<br />

<strong>de</strong> Fabricio. Si no hubiera sido tan seductor, su muerte era segura. ¿Pue<strong>de</strong> negarme esto? —preguntó<br />

avanzando hacia Ludovico con unos ojos llameantes <strong>de</strong> furia. Ludovico retrocedió unos pasos creyéndola<br />

loca, lo que le produjo muy vivas inquietu<strong>de</strong>s por la propiedad <strong>de</strong> su finca <strong>de</strong> Ricciarda—. Pues bien —<br />

prosiguió la duquesa, pasando bruscamente a un tono muy dulce y muy alegre—, quiero que mis buenos

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