La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde. HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
Después de buscar diversos rodeos para mitigar la noticia fatal, acabó al fin por decírselo todo. No era capaz de guardar un secreto cuya revelación le exigía ella. Aquellos nueve meses de extremado sufrimiento habían ejercido una gran influencia sobre su alma ardiente, la habían fortificado, y la duquesa no se dejó llevar a los sollozos o a las recriminaciones. Al día siguiente por la noche hizo hacer a Fabricio la señal de máximo peligro: Se ha incendiado el palacio. Fabricio contestó exactamente: ¿Se han quemado mis libros? La misma noche la duquesa tuvo la fortuna de hacerle llegar una carta dentro de una pelota de plomo. Ocho días después tuvo lugar la boda de la hermana del marqués Crescenzi, donde la duquesa cometió una enorme imprudencia de la que daremos cuenta en el lugar oportuno. [1] Del Litto aclara: «Literalmente: alfabeto empleado por las monjas».
XXI En la época de sus desventuras hacía ya casi un año que la duquesa había tenido un encuentro singular. Un día que estaba con la luna, como dicen en el país, se marchó de improviso por la noche a su palacio de Sacca, situado más allá de Colorno, sobre la colina que domina el Po. Gustaba de embellecer aquella finca; le agradaba la extensa floresta que corona la colina y linda con el palacio; se entretenía en hacer trazar unos senderos en direcciones pintorescas. —Un día la van a raptar los bandoleros, hermosa duquesa —le dijo una vez el príncipe—; es imposible que un bosque en el que se sabe que se pasea usted esté desierto. —Y el príncipe miraba al conde, cuyos celos pretendía azuzar. —No siento ningún miedo, Alteza Serenísima —respondió la duquesa en tono ingenuo—; cuando paseo por mis bosques me tranquiliza esta idea: si no he hecho mal a nadie, ¿quién podría odiarme? Estas palabras parecieron bastante osadas: hacían pensar en las injurias proferidas por los liberales del país, personas muy insolentes. El día del paseo a que nos referimos recordó la duquesa las palabras del príncipe al observar a un hombre muy mal vestido que la seguía de lejos a través de los bosques. En una revuelta inesperada del paseo se encontró tan de cerca con el desconocido que tuvo miedo. En el primer impulso llamó a su guarda de caza, al que había dejado a mil pasos de distancia, en el macizo de flores situado muy cerca del palacio. Al desconocido le dio tiempo para acercarse a ella y arrojarse a sus pies. Era joven, muy guapo, pero horriblemente mal vestido. Había en sus ropas desgarrones de un pie de longitud, pero sus ojos trasuntaban el fuego de un alma fogosa. —Estoy condenado a muerte, soy el médico Ferrante Palla [1] y me muero de hambre, lo mismo que mis cinco hijos. La duquesa observó que estaba horriblemente flaco; pero sus ojos eran tan hermosos y expresaban una exaltación tan tierna que excluían toda idea de crimen. «Pallagi —pensó la duquesa— habría debido dar esos ojos al San Juan en el desierto que acaba de colocar en la catedral.» Era la increíble flacura de Ferrante lo que le sugirió la idea del San Juan. Le dio tres cequíes que llevaba en la escarcela, y se disculpó de ofrecerle tan poco porque acababa de pagar una cuenta al jardinero. Ferrante le dio las gracias con efusión: —¡Ay de mí! —dijo—; en otros tiempos yo vivía en las ciudades, veía mujeres elegantes; desde que, por cumplir mis deberes de ciudadano, me han condenado a muerte, habito en los bosques, y la seguía, no para pedirle limosna o robarla, sino como un salvaje fascinado por una angélica belleza. ¡Hace tanto tiempo que no he visto dos bellas manos blancas!… —Álcese —le dijo la duquesa, pues Ferrante seguía de rodillas. —Permita que permanezca así; esta postura me prueba que ahora no estoy robando, y me tranquiliza; pues ha de saber que robo para vivir desde que se me impide ejercer mi profesión. Pero en este momento no soy más que un simple mortal que adora la belleza. La duquesa comprendió que estaba un poco loco, pero no tenía miedo; veía en los ojos de aquel hombre un alma ardiente y buena, y por otra parte no le desagradaban las fisonomías extraordinarias. —Soy médico y hacía la corte a la mujer del boticario de Parma, Sarasine [2] . Nos sorprendió y la echó de casa, así como a los tres hijos, sospechando con razón que eran míos y no suyos. Luego he tenido
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En la época <strong>de</strong> sus <strong>de</strong>sventuras hacía ya casi un año que la duquesa había tenido un encuentro<br />
singular. Un día que estaba con la luna, como dicen en el país, se marchó <strong>de</strong> improviso por la noche a su<br />
palacio <strong>de</strong> Sacca, situado más allá <strong>de</strong> Colorno, sobre la colina que domina el Po. Gustaba <strong>de</strong> embellecer<br />
aquella finca; le agradaba la extensa floresta que corona la colina y linda con el palacio; se entretenía en<br />
hacer trazar unos sen<strong>de</strong>ros en direcciones pintorescas.<br />
—Un día la van a raptar los bandoleros, hermosa duquesa —le dijo una vez el príncipe—; es<br />
imposible que un bosque en el que se sabe que se pasea usted esté <strong>de</strong>sierto. —Y el príncipe miraba al<br />
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Estas palabras parecieron bastante osadas: hacían pensar en las injurias proferidas por los liberales<br />
<strong>de</strong>l país, personas muy insolentes.<br />
El día <strong>de</strong>l paseo a que nos referimos recordó la duquesa las palabras <strong>de</strong>l príncipe al observar a un<br />
hombre muy mal vestido que la seguía <strong>de</strong> lejos a través <strong>de</strong> los bosques. En una revuelta inesperada <strong>de</strong>l<br />
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<strong>de</strong>l palacio. Al <strong>de</strong>sconocido le dio tiempo para acercarse a ella y arrojarse a sus pies. Era joven, muy<br />
guapo, pero horriblemente mal vestido. Había en sus ropas <strong>de</strong>sgarrones <strong>de</strong> un pie <strong>de</strong> longitud, pero sus<br />
ojos trasuntaban el fuego <strong>de</strong> un alma fogosa.<br />
—Estoy con<strong>de</strong>nado a muerte, soy el médico Ferrante Palla [1] y me muero <strong>de</strong> hambre, lo mismo que<br />
mis cinco hijos.<br />
<strong>La</strong> duquesa observó que estaba horriblemente flaco; pero sus ojos eran tan hermosos y expresaban<br />
una exaltación tan tierna que excluían toda i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> crimen. «Pallagi —pensó la duquesa— habría <strong>de</strong>bido<br />
dar esos ojos al San Juan en el <strong>de</strong>sierto que acaba <strong>de</strong> colocar en la catedral.» Era la increíble flacura <strong>de</strong><br />
Ferrante lo que le sugirió la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l San Juan. Le dio tres cequíes que llevaba en la escarcela, y se<br />
disculpó <strong>de</strong> ofrecerle tan poco porque acababa <strong>de</strong> pagar una cuenta al jardinero. Ferrante le dio las<br />
gracias con efusión:<br />
—¡Ay <strong>de</strong> mí! —dijo—; en otros tiempos yo vivía en las ciuda<strong>de</strong>s, veía mujeres elegantes; <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que,<br />
por cumplir mis <strong>de</strong>beres <strong>de</strong> ciudadano, me han con<strong>de</strong>nado a muerte, habito en los bosques, y la seguía, no<br />
para pedirle limosna o robarla, sino como un salvaje fascinado por una angélica belleza. ¡Hace tanto<br />
tiempo que no he visto dos bellas manos blancas!…<br />
—Álcese —le dijo la duquesa, pues Ferrante seguía <strong>de</strong> rodillas.<br />
—Permita que permanezca así; esta postura me prueba que ahora no estoy robando, y me tranquiliza;<br />
pues ha <strong>de</strong> saber que robo para vivir <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que se me impi<strong>de</strong> ejercer mi profesión. Pero en este momento<br />
no soy más que un simple mortal que adora la belleza.<br />
<strong>La</strong> duquesa comprendió que estaba un poco loco, pero no tenía miedo; veía en los ojos <strong>de</strong> aquel<br />
hombre un alma ardiente y buena, y por otra parte no le <strong>de</strong>sagradaban las fisonomías extraordinarias.<br />
—Soy médico y hacía la corte a la mujer <strong>de</strong>l boticario <strong>de</strong> <strong>Parma</strong>, Sarasine [2] . Nos sorprendió y la<br />
echó <strong>de</strong> casa, así como a los tres hijos, sospechando con razón que eran míos y no suyos. Luego he tenido