La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde. HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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Llevaban largas togas negras. Saludaron gravemente y ocuparon, sin decir palabra, las tres sillas que había en la celda. —Señor don Fabricio del Dongo —comenzó el de más edad—, nos aflige mucho la triste misión que venimos a desempeñar cerca de usted. Hallámonos aquí para anunciarle el fallecimiento de Su Excelencia el señor marqués del Dongo, su padre, segundo gran mayordomo mayor del reino lombardoveneciano, caballero gran cruz de las órdenes de… , etc. Fabricio se echó a llorar. El juez continuó: —La señora marquesa Del Dongo, su madre, le comunica esta noticia en una carta; mas como añade al hecho ciertas reflexiones inconvenientes, el tribunal, por decisión tomada ayer, ha decidido que esa carta le sería comunicada únicamente en extracto, y este extracto es lo que va a leerle el señor escribano Bonava. Acabada la lectura, el juez se aproximó a Fabricio, que continuaba acostado, y le hizo recorrer en la carta de su madre los pasajes cuya copia acababan de leerle. Fabricio vio en la carta las palabras encarcelamiento injusto, castigo cruel por un crimen que no es tal, y comprendió lo que había motivado la visita de los jueces. Por lo demás, en su desprecio hacia unos magistrados sin probidad, sólo les dijo exactamente estas palabras: —Estoy enfermo, señores, me muero de debilidad, y me habrán de disculpar que no pueda levantarme. Después de salir los jueces, Fabricio lloró mucho; luego se dijo: «¿Seré un hipócrita?; pues creo que no le quería». Aquel día y los siguientes Clelia estuvo muy triste; le llamó varias veces, pero apenas tuvo valor para decirle unas pocas palabras. La mañana del quinto día después de la primera entrevista le anunció que iría aquella noche a la capilla de mármol. —Sólo puedo decirle unas pocas palabras —le advirtió al entrar. Temblaba de tal modo que tenía necesidad de apoyarse en su doncella. La mandó luego a la entrada de la capilla y añadió con una voz apenas inteligible—: Me va a dar su palabra de honor de obedecer a la duquesa e intentar evadirse el día que le ordene y de la manera que le indique, o mañana por la mañana me refugio en un convento, y le juro que no volveré a dirigirle la palabra en mi vida. Fabricio permaneció mudo. —Prométamelo —añadió Clelia con lágrimas en los ojos y como fuera de sí— o ésta es la última vez que hablamos. La vida que por usted llevo es horrenda: está aquí por mí, y cada día puede ser el último de su existencia. Clelia estaba tan débil que tuvo que buscar apoyo en un gran sillón llevado en otro tiempo a la capilla para uso del príncipe cautivo; estaba a punto de desmayarse. —¿Qué hay que prometer? —dijo Fabricio con aire abrumado. —Ya lo sabe. —Juro, pues, precipitarme a sabiendas en un horrible infortunio y condenarme a vivir lejos de lo único que amo en el mundo. —Prometa cosas precisas. —Juro obedecer a la duquesa y huir el día que ella quiera y como ella quiera. ¿Y qué va a ser de mí lejos de usted?

—Jure escaparse pase lo que pase. —¿Qué? ¿Está decidida a casarse con el marqués Crescenzi cuando ya no esté yo aquí? —¡Oh Dios mío!, ¿qué corazón me atribuye?… Pero jure o mi alma no podrá gozar de paz ni un solo instante. —¡Pues bien!: juro evadirme de aquí el día que la duquesa Sanseverina lo disponga y pase lo que pase de aquí a entonces. Conseguido este juramento, Clelia se sintió tan débil que se vio forzada a retirarse después de dar gracias a Fabricio. —Ya estaba todo dispuesto para mi huida mañana por la mañana, en caso de que usted se hubiera obstinado en quedarse. Le hubiera visto ahora por última vez en mi vida: había hecho este voto a la Madona. Ahora, en cuanto pueda salir de mi cuarto, iré a examinar la terrible muralla debajo de la piedra nueva de la balaustrada. Al día siguiente Fabricio la vio tan pálida que le produjo una gran pena. Clelia le dijo desde la ventana de la pajarera: —No nos hagamos ilusiones, querido amigo; como nuestra amistad está manchada de pecado, estoy segura de que nos perseguirá el infortunio. Le descubrirán cuando trate de huir y se perderá para siempre, si no es algo peor. De todos modos, hay que obedecer a la prudencia humana, que nos ordena intentarlo todo. Para bajar el muro de la torre grande necesita una cuerda fuerte de más de doscientos pies de larga. Por más que hago desde que conozco los planes de la duquesa, sólo he podido conseguir unas cuerdas que no miden juntas más de cincuenta pies. Por una orden del día del gobernador, hay que quemar todas las cuerdas que se ven en la fortaleza, y todas las noches se retiran las de los pozos que, por otra parte, son tan endebles que muchas veces se rompen al levantar su ligera carga. Pero ruegue a Dios que me perdone: traiciono a mi padre y me esfuerzo, hija desnaturalizada, en darle un disgusto mortal. Ruegue a Dios por mí, y, si su vida se salva, haga voto de consagrar todos los momentos de la misma a su gloria. »Se me ha ocurrido una idea: dentro de ocho días saldré de la ciudadela para asistir a la boda de una hermana del marqués Crescenzi. Volveré por la noche como es debido, pero haré todo lo posible por regresar muy tarde, y acaso Barbone no se atreverá a examinarme de muy cerca. En esa boda de la hermana del marqués estarán las más altas damas de la corte, y seguramente la duquesa Sanseverina. Por el amor de Dios, procure que una de esas damas me entregue un paquete de cuerdas muy apretadas, no demasiado gruesas y reducidas al mínimo volumen. Aunque hubiera de exponerme a mil muertes, pondré todos los medios, incluso los más peligrosos, para introducir ese paquete de cuerdas en la ciudadela, con desprecio, ¡desdichada de mí!, de todos mis deberes. Si mi padre llega a saberlo, no volveré a verle jamás; pero cualquiera que sea el destino que me espera, me consideraré dichosa en los límites de una amistad de hermana si puedo contribuir a salvarle. Aquella misma noche, por la comunicación de las luces, Fabricio dio aviso a la duquesa de la ocasión única que se presentaba para introducir en la ciudadela las cuerdas necesarias. Pero le suplicaba que guardara el secreto incluso con el conde, lo que pareció raro. «Está loco —pensó la duquesa—; el cautiverio le ha cambiado y toma las cosas por lo trágico.» Al día siguiente una bola de plomo lanzada por el hondero llevó al preso el aviso del mayor peligro posible: la persona que se encargaba de introducir las cuerdas le salvaba positiva y literalmente la vida, le decían. Fabricio se apresuró a transmitir la noticia a Clelia. Aquella bola de plomo llevaba también a Fabricio una vista muy exacta de

Llevaban largas togas negras. Saludaron gravemente y ocuparon, sin <strong>de</strong>cir palabra, las tres sillas que<br />

había en la celda.<br />

—Señor don Fabricio <strong>de</strong>l Dongo —comenzó el <strong>de</strong> más edad—, nos aflige mucho la triste misión que<br />

venimos a <strong>de</strong>sempeñar cerca <strong>de</strong> usted. Hallámonos aquí para anunciarle el fallecimiento <strong>de</strong> Su<br />

Excelencia el señor marqués <strong>de</strong>l Dongo, su padre, segundo gran mayordomo mayor <strong>de</strong>l reino<br />

lombardoveneciano, caballero gran cruz <strong>de</strong> las ór<strong>de</strong>nes <strong>de</strong>… , etc.<br />

Fabricio se echó a llorar. El juez continuó:<br />

—<strong>La</strong> señora marquesa Del Dongo, su madre, le comunica esta noticia en una carta; mas como aña<strong>de</strong><br />

al hecho ciertas reflexiones inconvenientes, el tribunal, por <strong>de</strong>cisión tomada ayer, ha <strong>de</strong>cidido que esa<br />

carta le sería comunicada únicamente en extracto, y este extracto es lo que va a leerle el señor escribano<br />

Bonava.<br />

Acabada la lectura, el juez se aproximó a Fabricio, que continuaba acostado, y le hizo recorrer en la<br />

carta <strong>de</strong> su madre los pasajes cuya copia acababan <strong>de</strong> leerle. Fabricio vio en la carta las palabras<br />

encarcelamiento injusto, castigo cruel por un crimen que no es tal, y comprendió lo que había<br />

motivado la visita <strong>de</strong> los jueces. Por lo <strong>de</strong>más, en su <strong>de</strong>sprecio hacia unos magistrados sin probidad, sólo<br />

les dijo exactamente estas palabras:<br />

—Estoy enfermo, señores, me muero <strong>de</strong> <strong>de</strong>bilidad, y me habrán <strong>de</strong> disculpar que no pueda<br />

levantarme.<br />

Después <strong>de</strong> salir los jueces, Fabricio lloró mucho; luego se dijo: «¿Seré un hipócrita?; pues creo que<br />

no le quería».<br />

Aquel día y los siguientes Clelia estuvo muy triste; le llamó varias veces, pero apenas tuvo valor para<br />

<strong>de</strong>cirle unas pocas palabras. <strong>La</strong> mañana <strong>de</strong>l quinto día <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la primera entrevista le anunció que<br />

iría aquella noche a la capilla <strong>de</strong> mármol.<br />

—Sólo puedo <strong>de</strong>cirle unas pocas palabras —le advirtió al entrar. Temblaba <strong>de</strong> tal modo que tenía<br />

necesidad <strong>de</strong> apoyarse en su doncella. <strong>La</strong> mandó luego a la entrada <strong>de</strong> la capilla y añadió con una voz<br />

apenas inteligible—: Me va a dar su palabra <strong>de</strong> honor <strong>de</strong> obe<strong>de</strong>cer a la duquesa e intentar evadirse el día<br />

que le or<strong>de</strong>ne y <strong>de</strong> la manera que le indique, o mañana por la mañana me refugio en un convento, y le juro<br />

que no volveré a dirigirle la palabra en mi vida.<br />

Fabricio permaneció mudo.<br />

—Prométamelo —añadió Clelia con lágrimas en los ojos y como fuera <strong>de</strong> sí— o ésta es la última vez<br />

que hablamos. <strong>La</strong> vida que por usted llevo es horrenda: está aquí por mí, y cada día pue<strong>de</strong> ser el último<br />

<strong>de</strong> su existencia.<br />

Clelia estaba tan débil que tuvo que buscar apoyo en un gran sillón llevado en otro tiempo a la capilla<br />

para uso <strong>de</strong>l príncipe cautivo; estaba a punto <strong>de</strong> <strong>de</strong>smayarse.<br />

—¿Qué hay que prometer? —dijo Fabricio con aire abrumado.<br />

—Ya lo sabe.<br />

—Juro, pues, precipitarme a sabiendas en un horrible infortunio y con<strong>de</strong>narme a vivir lejos <strong>de</strong> lo<br />

único que amo en el mundo.<br />

—Prometa cosas precisas.<br />

—Juro obe<strong>de</strong>cer a la duquesa y huir el día que ella quiera y como ella quiera. ¿Y qué va a ser <strong>de</strong> mí<br />

lejos <strong>de</strong> usted?

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