La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde. HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
coche muy despacio, y luego, a paso de carrera, atravesé la iglesia, y aquí me tiene. Vuestra Excelencia es en estos momentos el hombre del mundo a quien más apasionadamente deseo yo complacer. —Y yo, señor truhán, no me dejo engañar por todos esos cuentos mejor o peor urdidos. Se negó a hablarme de Fabricio anteayer; yo respeté sus escrúpulos y sus juramentos de guardar secreto, aunque los juramentos, para un ser como usted, sean, todo lo más, medios de escapatoria. Hoy exijo la verdad. ¿Qué significan esos rumores ridículos que hablan de la condena a muerte de Fabricio como asesino del cómico Giletti? —Nadie puede informar mejor a Vuestra Excelencia de esos mismos rumores, puesto que soy yo el que los he propalado por orden del soberano; y ahora se me ocurre que acaso para impedirme comunicarle este incidente me retuvo preso todo el día de ayer. El príncipe, que no me cree un loco, no podía dudar que habría de venir y traerle mi cruz y suplicarle que la prendiera usted mismo a mi ojal. —¡Al grano! —exclamó el ministro, y nada de frases. —Sin duda el príncipe querría obtener una sentencia de muerte contra el señor del Dongo, pero no hay más, como seguramente sabe, que una condena a veinte años de prisión, conmutada por él, al día siguiente mismo de la sentencia, por doce años de fortaleza, con ayuno a pan y agua todos los viernes y otras prácticas religiosas. —Precisamente porque conocía esa condena sólo a prisión, me alarmaron tanto los rumores de la próxima ejecución que se han difundido por la ciudad; recuerdo la muerte del conde Palanza, tan bien escamoteada por usted. —¡Entonces fue cuando yo debí obtener la cruz! —exclamó Rassi sin desconcertarse—; hubiera debido apretarle bien los tornillos mientras le tenía en mis manos y el hombre deseaba tanto aquella muerte. Entonces fui un imbécil, y esta experiencia me hace aconsejarle que no me imite hoy. (Esa comparación le pareció del peor gusto al interlocutor, que se vio obligado a contenerse para no emprenderla a patadas con Rassi.) —En primer lugar —prosiguió el fiscal con la lógica de un leguleyo y la perfecta tranquilidad del hombre acorazado contra todos los insultos—, no hay ni que hablar de la ejecución del susodicho Del Dongo; el príncipe no se atrevería, porque los tiempos han cambiado mucho, y en fin, yo, noble y a la espera de llegar a barón gracias a usted, no me prestaría a ello. Ahora bien, sólo de mí, como Vuestra Excelencia sabe, puede recibir órdenes el ejecutor de las obras superiores, y, lo juro, el caballero Rassi no las dará jamás contra el acusado del Dongo. —Y obrará cuerdamente —dijo el conde mirándole de arriba abajo con aire severo. —Distingamos —continuó Rassi con una sonrisa—. Yo no soy partidario más que de las muertes oficiales, y si al señor Del Dongo se le ocurre morirse de un cólico, no vaya a echarme a mí la culpa. El príncipe está furioso, yo no sé por qué, contra la Sanseverina (tres días antes, Rassi hubiera dicho la duquesa, pero, como toda la ciudad, conocía la ruptura con el primer ministro). Al conde le chocó la supresión del título en semejante boca, y puede suponer el placer que le produjo. Lanzó a Rassi una mirada llena de odio. «Querido ángel mío —se dijo en seguida—, no puedo mostrarte mi amor de otro modo que obedeciendo ciegamente tus órdenes.» —Le confesaré —dijo al fiscal— que no pongo un interés muy apasionado en los diversos caprichos de la señora duquesa; no obstante, como me había presentado a ese trasto de Fabricio, que hubiera hecho mejor en quedarse en Nápoles y no venir aquí a embrollar nuestros asuntos, me interesa que no sea condenado a muerte durante mi mando, y le doy palabra de que será barón a los ocho días de salir él de
la cárcel. —En ese caso, señor conde, no lo seré hasta dentro de doce años cumplidos, pues el príncipe está furioso, y su odio a la duquesa es tan vivo que procura ocultarlo. —Su Alteza es demasiado bueno: ¿qué necesidad tiene de ocultar su odio, puesto que su primer ministro ya no protege a la duquesa? Lo único que quiero es que no me puedan acusar de villanía, ni sobre todo de celos: soy yo quien hizo venir a la duquesa a este país, y si Fabricio muere en la cárcel, usted no será barón, pero será quizá apuñalado. Pero dejemos esta bagatela: el caso es que he hecho el balance de mi fortuna y apenas me he encontrado con veinte mil libras de renta; en vista de esto, abrigo el propósito de presentar humildemente al soberano mi dimisión. Tengo alguna esperanza de ser utilizado por el rey de Nápoles. Esa gran ciudad me ofrecerá distracciones que necesito mucho en este momento y que no puedo encontrar en un rincón como Parma; sólo me quedaría a condición de que me hiciera obtener la mano de la princesa Isota, etc. La conversación se prolongó infinitamente en este sentido. Cuando Rassi se levantaba, el conde le dijo en un tono muy indiferente: —Ya sabe que se ha dicho que Fabricio me engañaba, en el sentido de que era uno de los amantes de la duquesa; yo no admito este rumor, y, para desmentirlo, deseo que haga llegar esta bolsa a Fabricio. —Pero, señor conde —dijo Rassi asustado y mirando la bolsa—, eso es una suma enorme, y los reglamentos… —Para usted, querido, puede que sea enorme —repuso el conde con el gesto del más soberano desprecio—: un burgués como usted, puesto a enviar dinero a su amigo preso, cree arruinarse dándole diez cequíes; pero yo quiero que Fabricio reciba estos seis mil francos y, sobre todo, que en palacio no se sepa nada de este envío. Como Rassi, asustado, intentara replicar, el conde cerró la puerta tras él con impaciencia. «Esta clase de gentes —se dijo— sólo ven el poder a través de la insolencia.» Dicho esto, el gran ministro se entregó a una acción tan ridícula, que nos cuesta algún trabajo referirla. Corrió a coger en su mesa escritorio un retrato en miniatura de la duquesa y lo cubrió de apasionados besos. «¡Perdón, ángel querido! —exclamó —, por no haber arrojado por la ventana y con mis propias manos a ese patán que osa hablar de usted con un matiz de familiaridad; pero si he obrado con ese exceso de paciencia, es por obedecerla, y no se perderá nada por esperar.» Después de una larga conversación con el retrato, al conde, que sentía el corazón muerto en el pecho, se le ocurrió la idea de un acto ridículo y se entregó a ella con un entusiasmo infantil. Mandó traer un uniforme con insignias y se fue a hacer una visita a la vieja princesa Isota. Nunca se había presentado en su casa sino el día de año nuevo. La encontró rodeada de una gran cantidad de perros y adornada con todas sus galas, incluso con diamantes, como si fuera a la corte. Como el conde expresara cierto temor de perturbar los planes de Su Alteza, que probablemente iba a salir, la Alteza respondió al ministro que una princesa de Parma se debía a sí misma estar siempre de aquella guisa. Por primera vez desde su desgracia, tuvo el conde un momento de alegría. «He hecho bien en presentarme así —se dijo—, y hoy mismo debo hacer mi declaración.» La princesa estaba embelesada de ver en su casa a un hombre tan renombrado por su talento y además un primer ministro; la pobre solterona estaba muy poco acostumbrada a semejantes visitas. El conde comenzó con un preámbulo hábil, relativo a la inmensa distancia que separa siempre de un simple gentilhombre a los miembros de una familia reinante.
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furioso, y su odio a la duquesa es tan vivo que procura ocultarlo.<br />
—Su Alteza es <strong>de</strong>masiado bueno: ¿qué necesidad tiene <strong>de</strong> ocultar su odio, puesto que su primer<br />
ministro ya no protege a la duquesa? Lo único que quiero es que no me puedan acusar <strong>de</strong> villanía, ni<br />
sobre todo <strong>de</strong> celos: soy yo quien hizo venir a la duquesa a este país, y si Fabricio muere en la cárcel,<br />
usted no será barón, pero será quizá apuñalado. Pero <strong>de</strong>jemos esta bagatela: el caso es que he hecho el<br />
balance <strong>de</strong> mi fortuna y apenas me he encontrado con veinte mil libras <strong>de</strong> renta; en vista <strong>de</strong> esto, abrigo el<br />
propósito <strong>de</strong> presentar humil<strong>de</strong>mente al soberano mi dimisión. Tengo alguna esperanza <strong>de</strong> ser utilizado<br />
por el rey <strong>de</strong> Nápoles. Esa gran ciudad me ofrecerá distracciones que necesito mucho en este momento y<br />
que no puedo encontrar en un rincón como <strong>Parma</strong>; sólo me quedaría a condición <strong>de</strong> que me hiciera<br />
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dijo en un tono muy indiferente:<br />
—Ya sabe que se ha dicho que Fabricio me engañaba, en el sentido <strong>de</strong> que era uno <strong>de</strong> los amantes <strong>de</strong><br />
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—Pero, señor con<strong>de</strong> —dijo Rassi asustado y mirando la bolsa—, eso es una suma enorme, y los<br />
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diez cequíes; pero yo quiero que Fabricio reciba estos seis mil francos y, sobre todo, que en palacio no<br />
se sepa nada <strong>de</strong> este envío.<br />
Como Rassi, asustado, intentara replicar, el con<strong>de</strong> cerró la puerta tras él con impaciencia. «Esta clase<br />
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retrato en miniatura <strong>de</strong> la duquesa y lo cubrió <strong>de</strong> apasionados besos. «¡Perdón, ángel querido! —exclamó<br />
—, por no haber arrojado por la ventana y con mis propias manos a ese patán que osa hablar <strong>de</strong> usted con<br />
un matiz <strong>de</strong> familiaridad; pero si he obrado con ese exceso <strong>de</strong> paciencia, es por obe<strong>de</strong>cerla, y no se<br />
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Después <strong>de</strong> una larga conversación con el retrato, al con<strong>de</strong>, que sentía el corazón muerto en el pecho,<br />
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todas sus galas, incluso con diamantes, como si fuera a la corte. Como el con<strong>de</strong> expresara cierto temor <strong>de</strong><br />
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<strong>de</strong>sgracia, tuvo el con<strong>de</strong> un momento <strong>de</strong> alegría. «He hecho bien en presentarme así —se dijo—, y hoy<br />
mismo <strong>de</strong>bo hacer mi <strong>de</strong>claración.» <strong>La</strong> princesa estaba embelesada <strong>de</strong> ver en su casa a un hombre tan<br />
renombrado por su talento y a<strong>de</strong>más un primer ministro; la pobre solterona estaba muy poco<br />
acostumbrada a semejantes visitas. El con<strong>de</strong> comenzó con un preámbulo hábil, relativo a la inmensa<br />
distancia que separa siempre <strong>de</strong> un simple gentilhombre a los miembros <strong>de</strong> una familia reinante.