La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde. HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
Farnesio… ¡Oh —exclamó estremeciéndose—, acaso le habrán metido en ella! Estoy impaciente por hablar a don César: será menos severo que el general. Seguramente mi padre no me dirá nada al volver a la fortaleza, pero lo sabré todo por don César… Tengo dinero; podré comprar unos naranjos que, plantados bajo la ventana de mi jaula, me impedirán ver los gruesos muros de la torre Farnesio. Me serán mucho más odiosos todavía ahora que conozco a una de las personas a las que privan de la luz… Sí, es la tercera vez que le he visto: una en la corte, en el baile del cumpleaños de la princesa, hoy, custodiado por tres gendarmes mientras ese horrendo Barbone pedía que le pusieran las esposas, y en las cercanías del lago de Como… De esto hace ya cinco años. ¡Qué traza de travieso tenía entonces!; ¡cómo miraba a los gendarmes y qué miradas tan singulares le dirigían su madre y su tía! Seguramente aquel día había algún secreto, algo de particular entre ellos; en aquellos momentos pensé que también él tenía miedo de los gendarmes… » Clelia se estremeció. «¡Pero qué ignorante era yo entonces! Seguramente ya en aquella época estaba interesada por él… ¡Cómo nos hizo reír pasados unos momentos cuando aquellas damas, a pesar de su evidente preocupación, se fueron acostumbrando un poco a la presencia de una extraña! ¡Y he sido capaz de no responder hoy a las palabras que me dirigió!… ¡Oh, ignorancia y timidez, cómo os parecéis a veces a la más negra ingratitud! ¡Y soy así a los veinte años cumplidos!… Tenía razón en pensar en el claustro: realmente no sirvo más que para vivir encerrada. ¡Digna hija de un carcelero!, se dirá. Seguramente me desprecia, y en cuanto pueda escribir a la duquesa, le hablará de mi desatención, y la duquesa me juzgará una mozuela muy falsa; porque esta noche ha podido creerme sumamente sensible a su desdicha.» Clelia notó que alguien se aproximaba, al parecer con el designio de colocarse a su lado en la baranda de hierro de la ventana. Esto la contrarió, por más que sé lo reprochara; las meditaciones de que la sacaban no dejaban de tener cierta dulzura. «¡He aquí un importuno al que voy a dispensar un lindo recibimiento!», pensó. Al volver la cabeza con un mirar altivo, vio el tímido semblante del arzobispo que se iba aproximando al balcón con movimientos cautelosos. «Este santo varón no tiene tacto —pensó Clelia—. ¿Por qué viene a molestar a una pobre muchacha como yo? Mi tranquilidad es mi único bien.» Le saludaba con respeto, pero al mismo tiempo con despego, cuando el prelado le dijo: —Señorita, ¿sabe la horrible noticia? Los ojos de la joven habían tomado ya otra expresión completamente distinta; pero, siguiendo las instrucciones mil veces repetidas de su padre, respondió en un tono de ignorancia claramente desmentido por el lenguaje de sus ojos: —No sé nada, monseñor. —Mi primer gran vicario, el pobre Fabricio del Dongo, que es tan culpable como yo de la muerte de ese forajido de Giletti, ha sido secuestrado en Bolonia, donde residía con el nombre supuesto de José Bossi; le han encerrado en vuestra ciudadela; le trajeron encadenado al carruaje que le conducía. Una especie de carcelero llamado Barbone, indultado hace tiempo después de haber dado muerte a un hermano suyo, ha querido infligir una violencia personal a Fabricio; pero mi amiguito no es hombre capaz de tolerar un insulto, y ha derribado a sus pies al infame adversario; a consecuencia de esto, le han metido en un calabozo de veinte pies bajo tierra y esposado. —¡Con las esposas, no!… —¡Ah, usted sabe algo! —exclamó el arzobispo. Y los rasgos del anciano perdieron un poco de su profunda expresión de desaliento—. Pero alguien puede acercarse al balcón e interrumpirnos: ¿tendría la caridad de entregar usted misma a don César mi anillo pastoral? Aquí lo tiene.
Clelia tomó el anillo, pero no sabía dónde guardarlo para no perderlo. —Póngaselo en el pulgar —dijo el arzobispo; y él mismo se lo colocó—. ¿Puedo contar con usted para entregar este anillo? —Sí, monseñor. —¿Quiere prometerme el secreto de lo que voy a añadir, incluso en el caso de que no juzgara conveniente acceder a mi demanda? —Desde luego, monseñor —respondió la joven toda trémula al ver el semblante sombrío y grave que el anciano había tomado de pronto—. Nuestro respetable arzobispo —añadió— sólo puede darme órdenes dignas de él y de mí. —Diga a don César que le recomiendo a mi hijo adoptivo: sé que los esbirros que le han raptado no le dieron tiempo para coger el breviario; ruego a don César que le preste el suyo, y si su señor tío quiere enviar mañana al arzobispado, yo me encargo de reemplazar el libro dado a Fabricio. Ruego a don César que haga llegar también al señor Del Dongo el anillo que lleva ahora esa linda mano. El arzobispo fue interrumpido por el general Fabio Conti, que venía a recoger a su hija para llevarla a su carruaje. Hubo entre ellos un breve momento de conversación, no desprovisto de habilidad por parte del prelado. Sin hablar para nada del nuevo preso, se las arregló para traer a cuento en el curso de la conversación, ciertas máximas morales y políticas. Por ejemplo hay momentos de crisis en la vida de las cortes que deciden para mucho tiempo de la existencia de los más altos personajes; sería de una imprudencia notable transformar en odio personal la situación de alejamiento político que suele ser el simple resultado de posiciones opuestas. El arzobispo, dejándose llevar un poco del hondo disgusto que le producía una detención tan imprevista, llegó a decir que sin duda había que conservar las posiciones de que se gozaba, pero que sería una imprudencia gratuita atraerse para lo sucesivo odios furibundos prestándose a ciertas cosas que no se olvidan. Ya el general en la carroza con su hija, le dijo: —Esto pudiera parecer una amenaza… ¡Amenazas a un hombre como yo! Tales fueron las únicas palabras que se cambiaron entre el padre y la hija en los veinte minutos del trayecto. Al recibir el anillo pastoral del arzobispo, Clelia se había prometido hablar a su padre, cuando estuvieran en el coche, del pequeño servicio que le pedía el prelado; mas después de pronunciar aquél con tanta cólera la palabra amenazas, dio por seguro que su padre interceptaría el mensaje; llevaba aquel anillo tapado con la mano izquierda y lo apretaba con pasión. Durante todo el tiempo que tardaron en ir del Ministerio del Interior a la ciudadela, se preguntaba si sería un pecado no decir aquello a su padre. Era muy piadosa, muy timorata, y su corazón, generalmente tan sereno, palpitaba con celeridad inhabitual. Mas ya se aproximaba el coche a la ciudadela, y resonó el quién vive del centinela que hacía guardia en la muralla sobre la puerta principal, antes que Clelia hubiera hallado los términos convenientes para inclinar a su padre a no negarle lo que pretendía: tanto temía esta negativa. Nada encontró tampoco mientras subían los trescientos sesenta escalones que conducían al palacio del gobernador. Apresuróse a hablar a su tío, que la reprendió y se negó a prestarse a nada.
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Ya el general en la carroza con su hija, le dijo:<br />
—Esto pudiera parecer una amenaza… ¡Amenazas a un hombre como yo!<br />
Tales fueron las únicas palabras que se cambiaron entre el padre y la hija en los veinte minutos <strong>de</strong>l<br />
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Al recibir el anillo pastoral <strong>de</strong>l arzobispo, Clelia se había prometido hablar a su padre, cuando<br />
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Era muy piadosa, muy timorata, y su corazón, generalmente tan sereno, palpitaba con celeridad inhabitual.<br />
Mas ya se aproximaba el coche a la ciuda<strong>de</strong>la, y resonó el quién vive <strong>de</strong>l centinela que hacía guardia en<br />
la muralla sobre la puerta principal, antes que Clelia hubiera hallado los términos convenientes para<br />
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Apresuróse a hablar a su tío, que la reprendió y se negó a prestarse a nada.