La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde. HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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librado de todos estos males; además, es ella la que siente por mí los arrebatos de cariño que yo debiera sentir por ella. »En lugar de esa vida ridícula y mezquina que me habría convertido en un animal triste, en un malpocado, llevo cuatro años viviendo en una gran ciudad, y tengo un excelente carruaje, lo que me libra de conocer la envidia y todos los sentimientos bajos de provincias. Esta tía demasiado cariñosa me riñe siempre por no pedir bastante dinero al banquero. ¿Voy a malograr para siempre esta hermosa posición? ¿Voy a perder la única amiga que he tenido en el mundo? Basta proferir una mentira, basta decir a una mujer encantadora y acaso única en el mundo, por la que siento además un afecto apasionado: Te amo, yo que no sé lo que es amar de amor. Se pasará el día reprochándome como un crimen la ausencia de esos arrebatos que no conozco. En cambio, la Marietta, que no ve en mi corazón, y que confunde una caricia con un arrobo del alma, me cree loco de amor y se cree la más feliz de las mujeres. »En realidad, esa enajenación sentimental que se llama, creo, amor, sólo la he sentido un poco por aquella mocita, Aniken, de la posada de Zonders, cerca de la frontera de Bélgica.» No sin pesar hemos de consignar aquí una de las peores acciones de Fabricio; en medio de esta vida tranquila, un miserable rasgo de vanidad se apodede su corazón rebelde al amor, y le llevó muy lejos. Al mismo tiempo que él, se encontraba en Bolonia la famosa Fausta F***, sin discusión una de las primeras cantantes de nuestra época, y acaso la mujer más caprichosa que existiera jamás. El excelente poeta Buratti, de Venecia, había compuesto sobre ella aquel famoso soneto satírico que a la sazón se oía tanto en boca de todo el mundo, desde los príncipes hasta el último rapazuelo de la calle: Querer y no querer, adorar y detestar el mismo día, no hallar contento más que en la inconstancia, desdeñar lo que el mundo adora: la Fausta tiene estos defectos y otros muchos más. No te acerques, pues, nunca a esa serpiente. Si cometes la imprudencia de verla, olvida sus caprichos. Si se te ofrece el gozo de escucharla, te olvidas a ti mismo, y el amor hace de ti en un momento lo que hizo antaño Circe de los compañeros de Ulises. En esta ocasión, aquel milagro de belleza estaba bajo el encanto de las enormes patillas y de la noble insolencia del joven conde M***, hasta el punto de no rebelarse contra sus abominables celos. Fabricio vio al conde en las calles de Bolonia, y le molestó el aire de superioridad con que llenaba la calle y se dignaba mostrar sus dones al público. Este mancebo era muy rico, creía que todo le estaba permitido y, como su prepotenze le había valido ciertas amenazas, apenas se dejaba ver sino escoltado por ocho o diez buli (especie de matones) vestidos con su librea y a los que había hecho venir de sus tierras de los alrededores de Brescia. Las miradas de Fabricio se habían cruzado una o dos veces con las del terrible conde, cuando quiso el azar que oyera a Fausta. Le impresionó profundamente la angélica dulzura de su voz: no había imaginado nada parecido; le debió sensaciones de supremo gozo que se destacaban, como un bello contraste, sobre la placidez de su vida presente. «¿Será esto por fin el amor?», se dijo Fabricio. Muy deseoso de experimentar este sentimiento, y atraído, además, por la aventura de desafiar al conde M***, de un continente más terrible que el de un «tambor mayor», nuestro héroe se entregó a la puerilidad de pasar con excesiva frecuencia por delante del palacio Tanari, que el conde M*** había alquilado para Fausta. Un atardecer en que Fabricio procuraba llamar la atención de la Fausta, fue saludado por unas estrepitosas carcajadas de los buli del conde, que estaban a la puerta del palacio Tanari. Corrió a su

casa, se proveyó de buenas armas y volvió a pasar delante del palacio. La Fausta, escondida detrás de las persianas, esperaba aquel regreso y supo estimárselo. M***, que sentía celos del mundo entero, los sintió muy especiales del señor José Bossi, y se indignó en términos ridículos; nuestro héroe correspondió a sus expresiones haciéndole llegar cada día una carta con estas solas palabras: Don José Bossi destruye los insectos incómodos, y habita en «Peregrino, vía Larga», número 79. El conde M***, acostumbrado a los respetos que le aseguraban en todas partes su enorme fortuna, su sangre azul y la bravura de sus treinta criados, no quiso oír el lenguaje de esta esquelita. Fabricio escribía otras a la Fausta; M***, puso espías a su rival, que acaso no desagradaba; primero averiguó su verdadero nombre y, luego, que, por el momento, no podía dejarse ver en Parma. A los pocos días, el conde M***, sus buli, sus magníficos caballos y la Fausta salieron para Parma. Fabricio, picado en el juego, los siguió al día siguiente. En vano el buen Ludovico le dirigió exhortaciones patéticas: Fabricio le mandó a paseo y Ludovico, muy valiente él también, le admiró; por otra parte, este viaje le permitía acercarse a su guapa manceba de Casal–Maggiore. Gracias a las diligencias de Ludovico, entraron como domésticos al servicio del caballero José Bossi ocho o diez soldados de los regimientos de Napoleón. «Con tal —se dijo Fabricio al cometer la locura de seguir a Fausta— de no comunicarme ni con el ministro de policía, conde Mosca, ni con la duquesa, no expongo a nadie más que a mí. Más tarde diré a mi tía que iba en busca del amor, esa cosa tan bella que no he encontrado nunca. La verdad es que pienso en Fausta, pero cuando no la veo… Mas, ¿es el recuerdo de su voz lo que amo, o es su persona?» Como ya no pensaba en la carrera eclesiástica, Fabricio se había dejado crecer unos mostachos y unas patillas casi tan terribles como los del conde M***, y esto le disfrazaba un poco. Estableció su cuartel general no en Parma, pues esto hubiera sido demasiado imprudente, sino en un pueblo de las cercanías, en medio de los bosques, junto a la carretera de Sacca, donde estaba el palacio de su tía. Siguiendo el consejo de Ludovico, se presentó en aquel pueblo como mayordomo de un gran señor inglés muy original, que gastaba cien mil francos anuales en el placer de la caza y que no tardaría en llegar del lago de Como, donde a la sazón le retenía la pesca de la trucha. Por fortuna, el bello palacete que el conde M*** había alquilado para la hermosa Fausta estaba situado en el extremo meridional de la ciudad de Parma, precisamente junto a la carretera de Sacca, y las ventanas de Fausta daban a las magníficas avenidas de grandes árboles que se extienden bajo la torre altísima de la ciudadela. Fabricio no era conocido en aquel barrio desierto; hizo seguir al conde M***, y un día, cuando éste acababa de salir de casa de la admirable cantante, nuestro héroe tuvo la audacia de exhibirse en la calle en pleno día; a decir verdad, iba montado en un excelente caballo, y bien armado. Unos músicos de esos que recorren las calles de Italia, y que a veces son excelentes, vinieron a instalar sus violones bajo las ventanas de Fausta; después de un preludio, entonaron bastante bien una cantata en su honor. La Fausta corrió a la ventana y distinguió en seguida a un mancebo muy cortés que, parado a caballo en mitad de la calle, la saludó primero y se puso en seguida a dirigirle unas miradas nada equívocas. A pesar del exagerado atuendo inglés adoptado por Fabricio, la Fausta no tardó en reconocer al autor de las apasionadas cartas que determinaron su salida de Bolonia. «Éste es un tipo singular—se dijo—; me parece que voy a amarle. Tengo cien luises

casa, se proveyó <strong>de</strong> buenas armas y volvió a pasar <strong>de</strong>lante <strong>de</strong>l palacio. <strong>La</strong> Fausta, escondida <strong>de</strong>trás <strong>de</strong><br />

las persianas, esperaba aquel regreso y supo estimárselo. M***, que sentía celos <strong>de</strong>l mundo entero, los<br />

sintió muy especiales <strong>de</strong>l señor José Bossi, y se indignó en términos ridículos; nuestro héroe<br />

correspondió a sus expresiones haciéndole llegar cada día una carta con estas solas palabras:<br />

Don José Bossi <strong>de</strong>struye los insectos incómodos, y habita en «Peregrino, vía <strong>La</strong>rga»,<br />

número 79.<br />

El con<strong>de</strong> M***, acostumbrado a los respetos que le aseguraban en todas partes su enorme fortuna, su<br />

sangre azul y la bravura <strong>de</strong> sus treinta criados, no quiso oír el lenguaje <strong>de</strong> esta esquelita.<br />

Fabricio escribía otras a la Fausta; M***, puso espías a su rival, que acaso no <strong>de</strong>sagradaba; primero<br />

averiguó su verda<strong>de</strong>ro nombre y, luego, que, por el momento, no podía <strong>de</strong>jarse ver en <strong>Parma</strong>. A los pocos<br />

días, el con<strong>de</strong> M***, sus buli, sus magníficos caballos y la Fausta salieron para <strong>Parma</strong>.<br />

Fabricio, picado en el juego, los siguió al día siguiente. En vano el buen Ludovico le dirigió<br />

exhortaciones patéticas: Fabricio le mandó a paseo y Ludovico, muy valiente él también, le admiró; por<br />

otra parte, este viaje le permitía acercarse a su guapa manceba <strong>de</strong> Casal–Maggiore. Gracias a las<br />

diligencias <strong>de</strong> Ludovico, entraron como domésticos al servicio <strong>de</strong>l caballero José Bossi ocho o diez<br />

soldados <strong>de</strong> los regimientos <strong>de</strong> Napoleón.<br />

«Con tal —se dijo Fabricio al cometer la locura <strong>de</strong> seguir a Fausta— <strong>de</strong> no comunicarme ni con el<br />

ministro <strong>de</strong> policía, con<strong>de</strong> Mosca, ni con la duquesa, no expongo a nadie más que a mí. Más tar<strong>de</strong> diré a<br />

mi tía que iba en busca <strong>de</strong>l amor, esa cosa tan bella que no he encontrado nunca. <strong>La</strong> verdad es que pienso<br />

en Fausta, pero cuando no la veo… Mas, ¿es el recuerdo <strong>de</strong> su voz lo que amo, o es su persona?» Como<br />

ya no pensaba en la carrera eclesiástica, Fabricio se había <strong>de</strong>jado crecer unos mostachos y unas patillas<br />

casi tan terribles como los <strong>de</strong>l con<strong>de</strong> M***, y esto le disfrazaba un poco. Estableció su cuartel general no<br />

en <strong>Parma</strong>, pues esto hubiera sido <strong>de</strong>masiado impru<strong>de</strong>nte, sino en un pueblo <strong>de</strong> las cercanías, en medio <strong>de</strong><br />

los bosques, junto a la carretera <strong>de</strong> Sacca, don<strong>de</strong> estaba el palacio <strong>de</strong> su tía. Siguiendo el consejo <strong>de</strong><br />

Ludovico, se presentó en aquel pueblo como mayordomo <strong>de</strong> un gran señor inglés muy original, que<br />

gastaba cien mil francos anuales en el placer <strong>de</strong> la caza y que no tardaría en llegar <strong>de</strong>l lago <strong>de</strong> Como,<br />

don<strong>de</strong> a la sazón le retenía la pesca <strong>de</strong> la trucha. Por fortuna, el bello palacete que el con<strong>de</strong> M*** había<br />

alquilado para la hermosa Fausta estaba situado en el extremo meridional <strong>de</strong> la ciudad <strong>de</strong> <strong>Parma</strong>,<br />

precisamente junto a la carretera <strong>de</strong> Sacca, y las ventanas <strong>de</strong> Fausta daban a las magníficas avenidas <strong>de</strong><br />

gran<strong>de</strong>s árboles que se extien<strong>de</strong>n bajo la torre altísima <strong>de</strong> la ciuda<strong>de</strong>la. Fabricio no era conocido en<br />

aquel barrio <strong>de</strong>sierto; hizo seguir al con<strong>de</strong> M***, y un día, cuando éste acababa <strong>de</strong> salir <strong>de</strong> casa <strong>de</strong> la<br />

admirable cantante, nuestro héroe tuvo la audacia <strong>de</strong> exhibirse en la calle en pleno día; a <strong>de</strong>cir verdad,<br />

iba montado en un excelente caballo, y bien armado. Unos músicos <strong>de</strong> esos que recorren las calles <strong>de</strong><br />

Italia, y que a veces son excelentes, vinieron a instalar sus violones bajo las ventanas <strong>de</strong> Fausta; <strong>de</strong>spués<br />

<strong>de</strong> un preludio, entonaron bastante bien una cantata en su honor. <strong>La</strong> Fausta corrió a la ventana y distinguió<br />

en seguida a un mancebo muy cortés que, parado a caballo en mitad <strong>de</strong> la calle, la saludó primero y se<br />

puso en seguida a dirigirle unas miradas nada equívocas. A pesar <strong>de</strong>l exagerado atuendo inglés adoptado<br />

por Fabricio, la Fausta no tardó en reconocer al autor <strong>de</strong> las apasionadas cartas que <strong>de</strong>terminaron su<br />

salida <strong>de</strong> Bolonia. «Éste es un tipo singular—se dijo—; me parece que voy a amarle. Tengo cien luises

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