La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
XII<br />
El judío dueño <strong>de</strong>l alojamiento buscó un cirujano discreto, el cual, comprendiendo a su vez que había<br />
dinero en la bolsa, dijo a Ludovico que su conciencia le obligaba a dar parte a la policía <strong>de</strong> las heridas<br />
<strong>de</strong>l joven que Ludovico llamaba su hermano.<br />
—<strong>La</strong> ley es terminante —añadió—; es evi<strong>de</strong>nte que su hermano no se ha herido él mismo, como<br />
cuenta, cayéndose <strong>de</strong> una escalera en el momento en que tenía en la mano una navaja abierta.<br />
Ludovico contestó fríamente al honrado cirujano que si se le ocurría ce<strong>de</strong>r a las inspiraciones <strong>de</strong> su<br />
conciencia, él, Ludovico, tendría el honor, antes <strong>de</strong> marcharse a Ferrara, <strong>de</strong> caerle encima precisamente<br />
con una navaja abierta en la mano. Cuando dio cuenta <strong>de</strong> este inci<strong>de</strong>nte a Fabricio, éste se lo censuró<br />
mucho, pero no había que per<strong>de</strong>r ni un minuto para levantar el campo. Ludovico dijo al judío que quería<br />
llevar a su hermano a tomar el aire; fue en busca <strong>de</strong> un vehículo, y nuestros amigos salieron <strong>de</strong> la casa<br />
para no volver más. Seguramente, al lector le parecerán muy largos los relatos <strong>de</strong> todas estas diligencias<br />
que exige la falta <strong>de</strong> pasaporte; es éste un género <strong>de</strong> preocupación que no existe en Francia, pero en<br />
Italia, y sobre todo en las cercanías <strong>de</strong> Po, todo el mundo habla <strong>de</strong> pasaportes. Una vez salidos <strong>de</strong><br />
Ferrara sin obstáculo, como si fueran <strong>de</strong> paseo, Ludovico <strong>de</strong>spidió el carruaje, luego entró en la ciudad<br />
por otra puerta y volvió a recoger a Fabricio con una sediola que había alquilado para unas doce leguas.<br />
Ya cerca <strong>de</strong> Bolonia, nuestros amigos se hicieron conducir a través <strong>de</strong> los campos a la carretera que va<br />
<strong>de</strong> Florencia a Bolonia; pasaron la noche en la posada más miserable que pudieron encontrar, y al día<br />
siguiente, sintiéndose Fabricio con fuerzas suficientes para caminar a pie, entraron en Bolonia como unos<br />
paseantes. Habían quemado el pasaporte <strong>de</strong> Giletti: ya se <strong>de</strong>bía <strong>de</strong> saber la muerte <strong>de</strong>l histrión, y era<br />
menos peligroso que los <strong>de</strong>tuvieran por falta <strong>de</strong> pasaporte que como portadores <strong>de</strong>l que pertenecía a un<br />
hombre asesinado.<br />
Ludovico conocía en Bolonia a dos o tres criados <strong>de</strong> gran<strong>de</strong>s casas; quedó convenido que iría a<br />
orientarse cerca <strong>de</strong> ellos. Les dijo que viniendo <strong>de</strong> Francia con su hermano menor, éste, que tenía ganas<br />
<strong>de</strong> dormir, le había <strong>de</strong>jado a<strong>de</strong>lantarse solo una hora antes <strong>de</strong> amanecer. Debía alcanzarle luego en el<br />
pueblo en que él, Ludovico, se <strong>de</strong>tendría para pasar las horas <strong>de</strong> más calor. Pero Ludovico, viendo que<br />
su hermano no llegaba, se había <strong>de</strong>cidido a volver sobre sus pasos y le había hallado herido <strong>de</strong> una<br />
pedrada y varias puñaladas, y, a<strong>de</strong>más, <strong>de</strong>svalijado por unos individuos que le habían buscado cuestión.<br />
Este hermano suyo era un guapo mozo, sabía cuidar y conducir caballos, leer y escribir, y quisiera<br />
encontrar un empleo en alguna buena casa. Ludovico pensaba añadir, llegado el momento, que una vez<br />
caído su hermano, los bandidos habían huido llevándose la pequeña maleta en que guardaba la ropa<br />
interior y el pasaporte.<br />
Al llegar a Bolonia, Fabricio, que se sentía muy cansado y no se atrevía a presentarse sin pasaporte<br />
en una fonda, había entrado en la inmensa iglesia <strong>de</strong> San Petronio. El <strong>de</strong>licioso fresco que encontró allí<br />
no tardó en reanimarle. «Soy un ingrato —se dijo <strong>de</strong> pronto—; entro en una iglesia para sentarme, como<br />
en un café.» Se arrodilló y dio efusivamente gracias a Dios por la evi<strong>de</strong>nte protección que le amparaba<br />
<strong>de</strong>s<strong>de</strong> que tuvo la <strong>de</strong>sgracia <strong>de</strong> matar a Giletti. Todavía le hacía temblar el peligro <strong>de</strong> que le hubieran<br />
reconocido en la comisaría <strong>de</strong> Casal–Maggiore. «¿Cómo es posible —se <strong>de</strong>cía— que aquel empleado,<br />
cuyos ojos traslucían tantas sospechas y que releyó mi pasaporte tres veces, no se diera cuenta <strong>de</strong> que yo<br />
no mido cinco pies y diez pulgadas, <strong>de</strong> que no tengo treinta y ocho años y <strong>de</strong> que no soy muy picado <strong>de</strong>