La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
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surgir es mi huida».<br />
El empleado salió <strong>de</strong> la oficina y <strong>de</strong>jó la puerta abierta; el pasaporte había quedado sobre la mesa <strong>de</strong><br />
pino. «El peligro es evi<strong>de</strong>nte —pensó Fabricio—; voy a coger el pasaporte y a volver a pasar el puente<br />
<strong>de</strong>spacio; si me interroga el gendarme, le diré que he olvidado hacer visar mi pasaporte por el comisario<br />
<strong>de</strong> policía <strong>de</strong>l último pueblo <strong>de</strong> los Estados <strong>de</strong> <strong>Parma</strong>.» Ya tenía el pasaporte en la mano cuando, con<br />
in<strong>de</strong>cible asombro suyo, oyó al empleado <strong>de</strong> las alhajas <strong>de</strong> cobre que <strong>de</strong>cía:<br />
—No puedo más; me ahogo <strong>de</strong> calor y voy a echar un trago. Entre a la oficina cuando acabe <strong>de</strong> fumar<br />
la pipa; hay que visar un pasaporte; el extranjero está ahí <strong>de</strong>ntro.<br />
Fabricio, que salía ya a paso <strong>de</strong> lobo, se encontró frente a frente con un guapo mozo que se <strong>de</strong>cía<br />
canturreando: «Bueno, visemos, pues, ese pasaporte; voy a echarle la rúbrica».<br />
—¿A dón<strong>de</strong> se dirige el señor?<br />
—A Mantua, Venecia y Ferrara.<br />
—Vamos con Ferrara —contestó el empleado silbando; tomó una estampilla, selló el visado en tinta<br />
azul y escribió rápidamente las palabras Mantua, Venecia y Ferrara en el espacio <strong>de</strong>jado en blanco por el<br />
sello; luego dio varias vueltas en el aire con la mano, firmó y volvió a tomar tinta para la rúbrica, que<br />
ejecutó con lentitud e infinito cuidado. Fabricio seguía todos los movimientos <strong>de</strong> la pluma; el funcionario<br />
contempló complacido su rúbrica y añadió cinco o seis puntos. Por fin, <strong>de</strong>volvió el pasaporte a Fabricio<br />
diciendo en tono ligero:<br />
—Buen viaje, caballero.<br />
Fabricio se alejaba ya con un paso cuya velocidad procuraba disimular, cuando se sintió <strong>de</strong>tenido por<br />
el brazo izquierdo. Instintivamente echó mano al mango <strong>de</strong>l puñal, y si no se hubiera visto ro<strong>de</strong>ado <strong>de</strong><br />
casas, habría cometido quizá una torpeza. El hombre que le tocaba el brazo izquierdo, viéndole muy<br />
turbado, le dijo en tono <strong>de</strong> excusa:<br />
—He llamado tres veces al señor y no me ha contestado; ¿tiene el señor algo que <strong>de</strong>clarar en la<br />
aduana?<br />
—No llevo encima más que el pañuelo; voy <strong>de</strong> caza aquí muy cerca, a casa <strong>de</strong> un pariente.<br />
Se habría visto en un apuro si le hubieran preguntado el nombre <strong>de</strong> aquel pariente. En parte por el<br />
gran calor que hacía y en parte por tantas emociones, Fabricio estaba mojado <strong>de</strong> sudor como si se hubiera<br />
caído al Po. «No me falta valor contra los comediantes, pero los policías adornados con alhajas <strong>de</strong> cobre<br />
me sacan <strong>de</strong> quicio; con esta i<strong>de</strong>a haré un soneto cómico para la duquesa.»<br />
Apenas entrado en Casal–Maggiore, Fabricio tomó a la <strong>de</strong>recha por una mala calle que <strong>de</strong>scien<strong>de</strong><br />
hacia el Po. «Estoy muy necesitado —se <strong>de</strong>cía— <strong>de</strong> la ayuda <strong>de</strong> Baco y <strong>de</strong> Ceres», y entró en una taberna<br />
en cuya fachada pendía un trapo gris colgado <strong>de</strong> un palo; en el trapo estaba escrita la palabra trattoria.<br />
Una mala sábana sostenida por dos postes <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra muy <strong>de</strong>lgados y que llegaba a tres pies <strong>de</strong>l suelo<br />
resguardaba <strong>de</strong> los rayos <strong>de</strong>l sol la entrada <strong>de</strong> la trattoria. Una mujer medio <strong>de</strong>snuda y muy bonita<br />
recibió a nuestro héroe con respeto, lo que le produjo el más vivo placer. Se apresuró a <strong>de</strong>cirle que tenía<br />
un hambre <strong>de</strong> lobo. Mientras la mujer preparaba el almuerzo, entró un hombre <strong>de</strong> unos treinta años. No<br />
había saludado al entrar. De pronto se levantó <strong>de</strong> un banco en el que se había <strong>de</strong>jado caer con aire<br />
familiar y dijo a Fabricio:<br />
—Excellenza, la riverisco (salud a Vuestra Excelencia).<br />
Fabricio estaba muy alegre en este momento, y en lugar <strong>de</strong> formar proyectos siniestros, contestó<br />
sonriendo: