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ya antes <strong>de</strong> la sesión había indicado que tendría que interrumpir las partidas, si estas<br />
no habían acabado antes, como mucho, en una hora. A<strong>de</strong>más, a la mañana siguiente<br />
tenía que proseguir viaje a París; no podía hacer esperar <strong>de</strong> ningún modo al rey y a<br />
la reina <strong>de</strong> Francia. Y finalmente, añadió sonriendo que el autómata también era<br />
«humano» y necesitaba su <strong>de</strong>scanso.<br />
Tras estas palabras, los espectadores <strong>de</strong>jaron <strong>de</strong> insistir. Sin embargo, cuando los<br />
primeros invitados se levantaban ya <strong>de</strong> sus sillas, Jean‐Frédéric Carmaux, el<br />
propietario <strong>de</strong> la manufactura <strong>de</strong> paños, objetó:<br />
—Señor Von Kempelen, con todos los respetos para el <strong>de</strong>scanso que necesita su<br />
autómata, ¿cómo podremos nosotros dormir esta noche, con esta partida inacabada<br />
en la cabeza? Vuelva a poner a su autómata en funcionamiento y déjelo jugar hasta<br />
el final. Le pagaré cuarenta táleros por ello.<br />
Los presentes en la sala aplaudieron, pero Kempelen negó lentamente con la<br />
cabeza.<br />
—<strong>La</strong> oferta es más que generosa, monsieur, pero no es posible.<br />
Carmaux no se rindió. Miró el interior <strong>de</strong> su bolsa y luego dijo:<br />
—¿Sesenta táleros y unos centavos? Es todo lo que llevo encima.<br />
<strong>La</strong> gente rió. Cuando Kempelen no aceptó tampoco esta oferta, tomó la palabra el<br />
famoso constructor <strong>de</strong> autómatas Henri‐Louis Jaquet‐Droz.<br />
—Añado cuarenta, lo que suma cien.<br />
De nuevo se oyeron aplausos. <strong>La</strong> gente se volvió hacia el joven Jaquet‐Droz. <strong>La</strong><br />
mirada <strong>de</strong> Carmaux pasó <strong>de</strong> él a Kempelen, que seguía sin ce<strong>de</strong>r. Entonces se<br />
presentaron un tercero, un cuarto y un quinto contribuyente; cada nueva aportación<br />
se aplaudía y se jaleaba, como si fuera una subasta, hasta que se llegó, al fin, a ciento<br />
cincuenta táleros: una suma muy superior al total <strong>de</strong> las entradas vendidas para la<br />
sesión. Kempelen dirigió una mirada casi implorante a su asistente, que se limitó a<br />
encogerse <strong>de</strong> hombros, perplejo. Los dos hombres susurraron unas palabras.<br />
Kempelen parecía dispuesto a mantenerse firme en su <strong>de</strong>cisión, cuando Neumann —<br />
que durante toda la subasta había permanecido mirando embobado su tablero—<br />
levantó la mano como un escolar y dijo:<br />
—Me gustaría seguir jugando. Pago cincuenta táleros.<br />
El rumor <strong>de</strong> voces se apagó. Kempelen y todos los <strong>de</strong>más miraron a Neumann.<br />
Cincuenta táleros ya era una suma importante para Carmaux, pero para el pequeño<br />
relojero <strong>de</strong>bía <strong>de</strong> ser una fortuna.<br />
Finalmente, los doscientos táleros hicieron cambiar <strong>de</strong> opinión a Kempelen.<br />
—Bien, señores, ¿cómo podría <strong>de</strong>cir que no? Me doy por vencido —dijo—. Mi<br />
máquina seguirá peleando. —A una seña suya, el ayudante volvió a poner en<br />
marcha el mecanismo, y en la sala volvió a hacerse el silencio—. Merci bien por su<br />
valioso interés. Y que gane el mejor.<br />
Dos sirvientes encendieron velas en la sala y el ayudante <strong>de</strong> Kempelen cambió las<br />
velas gastadas <strong>de</strong>l can<strong>de</strong>labro que había sobre la mesa <strong>de</strong> ajedrez. <strong>La</strong>s llamas se<br />
reflejaron en los ojos <strong>de</strong> cristal aparentemente húmedos <strong>de</strong>l ajedrecista, aumentando<br />
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