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desigual duelo. <strong>La</strong> enfermedad lo había trastocado casi todo: mi padre<br />
estaba en casa cuando despertaba y mi madre, que seguía cumpliendo<br />
con su trabajo de forma invariable, no necesitaba levantarme, ya que la<br />
oía proferir alaridos sin medida. Tras el grito más atronador que jamás<br />
le oyera a mi madre, una mañana apareció muerto mi padre. Nunca antes<br />
había logrado escuchar el silencio, su silencio, como entonces. Puedo<br />
afirmar que ese día me despertó la muerte con su sigilo, que es estruendo<br />
de ese silencio. Cuando después de unos minutos de tensa espera<br />
ningún sonido vino a darme fe de vida en la casa, me dirigí a la<br />
habitación que ocupaba mi padre desde que enfermara. Allí estaban<br />
tendidos los dos. ¿Dormían? Eso es lo que dijeron las vecinas, y después<br />
la tía Rita, una vez dejó de llorar y de arañarse la piel y tirarse de<br />
los pelos y rasgarse las vestiduras: ‘parecen dormidos, como los<br />
aman...’”. Bueno, bueno, ¿pero qué cuento es éste?, pregunto en balde.<br />
Sigue: “alguien abrió la puerta y empezó a entrar y salir gente a todas<br />
horas: hombres serios y trajeados, mujeres llorosas y enlutadas, vecinas<br />
con el delantal sucio, vecinos con el mono sucio del trabajo, viejos con<br />
la boina en las manos y las frases solemnes y las colillas entre los labios<br />
nerviosos. En medio de todos, yo. ‘¡Pobre niño!’, decía quien menos.<br />
Hasta que me pusieron en un rincón de la casa a amar, sin más. ‘Niño,<br />
ponte ahí y quiere’, me dijo la tía Rita, ‘que no me entere yo de que no<br />
quieres a la gente que ha venido a ver por última vez a tus padres’”. ¿Y<br />
después?, me intereso, ahora sí, de veras. “Después, nada. <strong>La</strong> tía Rita,<br />
que estaba viuda, vino a hacerse cargo de mí, pero se quedó en el piso<br />
con mi primo y me envió a un reformatorio porque decía que era un<br />
niño que o no hablaba nada o, si lo hacía, más parecía un hombre leído<br />
que un chavalillo de mi edad, y ella no podía hacerse cargo de alguien<br />
así, con unas luces que deslumbraban. Allí estuve hasta que cumplí los<br />
catorce años. Me echaron sin explicaciones, pero con una recomendación:<br />
‘busca un lugar para vivir, pero no busques problemas’. En la calle,<br />
sin embargo, sólo los que tenían problemas me ofrecían su tabuco o<br />
un hueco en el soportal que ocupaban. Un día la vi a ella y la seguí. Ella<br />
no veía en aquel momento, estaba ciega por dentro.” Calla.<br />
<strong>Excodra</strong> <strong>XXXVII</strong> 20 <strong>La</strong> <strong>violencia</strong>