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Excodra XXXVII: La violencia

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pletitud del universo íntimo de la domesticidad? ¿Quién arranca los<br />

puntos cardinales a la brújula con que nos orientamos en el día a día?<br />

Antes de que abra la boca, abro la mía, pero la voz no sale, no lleva<br />

contenido el aire, no ha surtido sustancia el pensamiento. No sé cómo<br />

se llama el muchacho. Tampoco se lo pregunto. Me mira sin interrogantes<br />

ni curiosidad ni culpa ni emoción alguna que identificarse pueda<br />

con la simple vista. Sin embargo, vuelve a hablar, aunque ahora sin mirar<br />

el cuaderno. Nació en un pueblo de la costa. Sus padres, una trabajadora<br />

doméstica y un peón de albañil, hacía años que habían emigrado<br />

de sus respectivos terruños. Lejos de querer un hijo, aceptaron a regañadientes<br />

la fatalidad de la llegada de un niño que había sido concebido<br />

en una de las contadísimas ocasiones en que los cónyuges yacieran<br />

de buena o mala gana. “Mi madre se levantaba a las dos o a las tres de<br />

la madrugada para ir a limpiar la casa deshabitada de unos señores a<br />

los que nunca conocí; cuando terminaba me despertaba para ir al colegio.<br />

Mi padre nunca estaba cuando me levantaba. Ni siquiera los domingos,<br />

pues madrugaba para ir al ‘Centro’ y no regresaba hasta la<br />

hora de comer o incluso hasta después de que nosotros ya hubiéramos<br />

almorzado. Nadie sonreía, en casa: las risas no estaban prohibidas, es<br />

que no se nos derramaban, como sí lo hacían las lágrimas”. Pero..., interrumpo<br />

en vano. Sigue: “trabajaban y trabajaban; comíamos, dormíamos,<br />

yo crecía y engordaba y a ellos les creció también el fin. Yo leía y<br />

leía todos los libros que podía para no aburrirme y para ‘escuchar’ de<br />

mis propios labios al leerlas cuantas cosas bellas se pueden decir, pero<br />

también las que nos pudren el alma dentro. Leía y leía hasta que leí lo<br />

que nos pasaba cada día a nosotros, no a quien quiera que haya escrito<br />

esto que has traído de la calle, no, a nosotros. Y leí su final casi al mismo<br />

tiempo que ellos lo iban representando: enfermó mi padre de una<br />

enfermedad que lo dejó paralizado y sin habla, por más que conmigo<br />

apenas la emplease; se aturulló más si cabe, mi madre, con la enfermedad<br />

de mi padre, le sentó mal, como un enfado grande; cada vez que<br />

tenía que asearle, darle de comer o las medicinas, iniciaba una retahíla<br />

de insultos y palabrotas que tenían la virtud de aislarlos y sumirlos en<br />

un vórtice insoportable para quien tantas veces era testigo mudo de su<br />

<strong>La</strong> <strong>violencia</strong> 19 <strong>Excodra</strong> <strong>XXXVII</strong>

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