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Excodra XXXVII: La violencia

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tierra, por más que valioso hito para desorientados. De la luz del ciego,<br />

del mojón del perdido, el señalamiento del camino y un tropiezo. Abro<br />

los ojos, finalmente, pero no veo el bulto que me hace trastabillar.<br />

Mientras me agacho con lentitud, no siento curiosidad, sino ira; mientras<br />

llevo las manos al objeto, soy apenas un mono cuya rabia no sabe<br />

atribuir a nada ni a nadie. Llego. Es una especie de diario cuya sucia<br />

apariencia no hace sospechar, sin embargo, que haya sido escrito hace<br />

poco tiempo, o eso creo, pues lo hojeo sin ojearlo. <strong>La</strong> desazón desaparece.<br />

Antes de leer, siento la doble abducción de la posesión y del sentimiento<br />

que, ya estoy seguro, ha animado a quien lo escribió. Lo abro<br />

con malsana curiosidad. Unas letras a modo de título preceden a una<br />

caligrafía bella y cuidadísima a primera vista. Sólo retengo el encabezamiento:<br />

“LO QUE NOS PASA TODOS LOS DÍAS”. Corro en busca de la<br />

soledad de mi habitación, dejo el libro sobre la mesita de noche y rondo<br />

por la casa sin ton ni son. A nadie veo –¿pero me he cruzado con alguien?<br />

Unos minutos después, el hijo de mi compañera sale a mi encuentro<br />

con el manuscrito en las manos, aparentemente absorto con su<br />

lectura. Antes de pedirle explicaciones, el adolescente levanta de súbito<br />

los ojos del cuaderno y me interroga atropelladamente: “¿Es tuyo? ¿Lo<br />

has leído? ¿Puedo leerlo? ¿Te lo puedo leer yo?” Síes y noes caen deslavazados<br />

sobre las preguntas, de modo que no logran coincidir ni el conjunto<br />

alcanzar la congruencia. Como finalmente le digo que puede empezar<br />

su lectura en voz alta mientras preparo el desayuno, con una<br />

energía inusitada para mí, dice: “me pusieron en un rincón de la casa a<br />

amar, sin más. ‘Niño, ponte ahí y quiere’, me dijo la tía Rita, ‘que no me<br />

entere yo de que no quieres a la gente que ha venido a ver por última<br />

vez a tus padres’”. ¿Cómo?, exclamo, incrédulo; ¿qué es eso?, añado.<br />

Pero haciendo caso omiso de mis preguntas, prosigue, con indisimulada<br />

febrilidad: “Nunca olvidaré que mis padres jamás fueron mis padres,<br />

porque, cuando les llamaba, papá y mamá respondían de mala gana, o<br />

no respondían. Cada año, mi primo venía a pasar unos días conmigo.<br />

Íbamos a la playa todas las mañanas. Una vez robamos una barca hinchable.<br />

Era la hora de comer y no había nadie en la arena. Pensamos<br />

que alguien la habría olvidado y la cogimos. Apenas dimos cuatro pa­<br />

<strong>Excodra</strong> <strong>XXXVII</strong> 16 <strong>La</strong> <strong>violencia</strong>

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