los nombres de la playa

Detrás de la costumbre de bautizar las casas de balneario, no está
solamente la necesidad de identificarlas cuando no existía
propiamente el turismo, los lugares de veraneo eran menos poblados y
su acceso más complicado.
Los nombres de las casas donde veranean los uruguayos, hoy forman
parte del paisaje habitual de cada uno de los balnearios de nuestras
costas. Al punto que ya no nos detenemos a pensar en ellos.
Pintados sobre piedra laja, tallados en madera, en hierros amurados a
la pared, y de cien maneras más, cada nombre es un retrato de sus
dueños. Y es también, de alguna manera, la historia del propio
balneario en que fue levantada la casa.
¿Pero qué hay detrás de esos nombres? ¿Qué historias nos están
queriendo contar sus dueños cuando bautizaron la siempre anhelada
“casita afuera”?
Eso es lo que nos proponemos contarles, porque se trata, en cualquier
caso, de historias que merecen ser contadas.

Cuando al balneario Las Flores se llegaba sólo a través del ferrocarril, los empleados de la
empresa ferroviaria, que a la postre serían los primeros pobladores del balneario, dormían
en vagones que sus patrones destinaban para tal fin.
Años después, uno de los tantos vagones que hicieron las veces de hogar de los obreros del
ferrocarril, se convirtió efectivamente en una casa.
La casa, no podía ser de otra manera, se llamó El Vagón.
Juan José Carugatí veranea en Las Flores desde hace más de cuatro décadas, pero recién
hace un par de años compró El Vagón. Como la tradición lo indica, el nombre permaneció
incambiado. “Es como los barcos, no se pueden tocar”, sostiene el dueño sobre la
costumbre de no re bautizar una casa. “Además, la casa tiene el antecedente del vagón;
fue un vagón de ferrocarril”, afirma.
Durante años, el vagón fue el dormitorio de un pequeño ranchito que se había levantado
al lado y en el que muchos de los actuales veraneantes de Las Flores supieron pasar alguna
noche, cuando el sueño de la casa propia estaba lejano, pero el apego por el balneario era
ya una realidad.
Carugatí cuenta que aunque en su momento al vagón le hicieron mínimas reformas
interiores para volverlo más habitable, conservaba sin embargo las ruedas, la ventanilla y
su estructura principal.

Pero un día, sin que nadie supiera bien cómo, el vagón se destruyó casi por completo. Algo
que su actual dueño lamenta, porque asegura que con el vagón original se perdieron piezas
de valor histórico, como las ventanillas con cristales. “No vidrio”, se apura a aclarar,
“cristales, con el logo de la empresa tallado”.
Hoy, el único rastro que queda del viejo vagón, hogar de los obreros fundadores del
balneario, es una madera larga y gruesa, con los extremos gastados, como mordidos, con
grandes clavos herrumbrados, que la mantienen sujeta al frente de la casa, exhibiendo,
orgullosa, su nombre: El Vagón.

“Acá funcionaba el bar de copas de Las Flores”, cuenta Nicolás Goldaracena, el actual dueño de El
Mejillón, una de las casas históricas del balneario. “Bar de copas y algo más”, agrega, sonriendo
cómplice, mientras señala hacia la casa, una estructura de dos plantas, de color terracota, que a
simple vista no arroja indicios de haber albergado alguna vez a parroquianos que pasaban sus horas
acodados a un mostrador.
El bar era propiedad de Ruperto Echevarriarza, “una persona bien emblemática de acá, bohemio,
muy pintoresco, a quien no llegué a conocer”, cuenta Goldaracena, pero de quien se cuentan
numerosas historias, muchas de las cuales alcanzaron el status de leyenda entre los habitantes del
balneario. Homosexual declarado, actor de reparto en una película argentina de la década del 40,
Echevarriarza habría llegado a Las Flores en busca de la paz que no tenía en Montevideo, dada su
opción sexual y la fuerte condena social de la época.
-¿Alguna anécdota de este personaje?
-Las que conozco no se pueden publicar.
Su actual dueño explica que si bien no sabe, “puntualmente”, porque el viejo bar llevó el nombre de
“El Mejillón”, tiene la certeza de que éste tiene que ver con el hecho de estar ubicada a escasos diez
metros de la playa: “Los nombres vinculados a lo marino son muy comunes en esta zona”, asegura.
Como impone la tradición, cuando su familia compró la casa, hace ya medio siglo, el nombre se
mantuvo. “Cambiarle el nombre a una casa es como cambiarle el nombre a un barco, puede traer
mala suerte”, dice, con supersticiosa seriedad.

La casa estuvo a punto de ser demolida, ya que parte de la estructura presentaba peligro de
derrumbe. “Pero pudimos elaborar un diseño para mantener la parte de abajo y agregarle una
segunda planta. Y se logró”, narra Goldaracena, sin disimular su satisfacción. La familia se
preocupó por mantener intactos todas las cosas que remitieran al viejo bar. La estufa a leña, por
ejemplo, o el piso, de cerámica portuguesa, es el mismo que pisaban los habitués de “El Mejillón”,
cuando Echevarriarza estaba detrás del mostrador. Lo mismo ocurre con el cartel que identifica la
casa: un trozo de piedra laja, en el que con pintura negra, y un tanto desprolijo, inscribieron el
nombre del lugar. “Yo tengo 39 años…esto tiene más”, dice Goldaracena. “Son parte de historias
que queríamos preservar”, agrega. “Tienen un folklore particular”.
Aunque no todas las historias pudieron preservarse. “Había una lámpara con la inscripción ‘Bar El
Mejillón’. La rompí de niño, en una guerra de almohadas”, cuenta, dejando escapar una sonrisa.