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Se la dio, y Greta se la anudó en torno a la cabeza. Captó, inmediatamente, el<br />
tenue olor a leche y menta.<br />
Fuera, en la calle, el aire era húmedo, y profunda y salinamente frío. Greta había<br />
perdido el bronceado estival, y tenía grietas en las manos. Pensó en lo bella que<br />
estaba Pasadena en octubre, con las montañas de San Gabriel, desnudas y parduscas,<br />
en segundo término, y las buganvillas trepando por las chimeneas.<br />
En la Estación Central resonaban los ecos de pasos apresurados. <strong>La</strong>s palomas se<br />
aglomeraban encima de la amplia marquesina, y sus excrementos calizos resbalaban<br />
por las rojizas vigas de roble. Greta le compró una bolsita de caramelos de menta a un<br />
vendedor de periódicos y dulces cuyos clientes dejaban el suelo lleno de papeles de<br />
envolver.<br />
Cuando Einar apareció ante las taquillas, parecía perdido. Tenía las mejillas<br />
enrojecidas de tanto frotárselas y el pelo reluciente de tónico capilar. Había corrido, y<br />
se secaba la frente con impaciencia. Sólo cuando lo veía en medio de la gente Greta<br />
se daba perfecta cuenta de lo bajito que era: su cabeza apenas llegaba a la altura del<br />
pecho de cualquier otro hombre. En tales ocasiones tendía a verlo aún más bajo, y se<br />
decía con absoluta convicción, al contemplar sus muñecas huesudas y su trasero<br />
pequeño y curvo, que era prácticamente un niño.<br />
Einar levantó la vista para mirar a las palomas, como si aquella fuese la primera<br />
vez que entrase en la Estación Central. Tímidamente, preguntó la hora a una <strong>chica</strong><br />
joven que llevaba delantal.<br />
Algo en Greta se serenó. Fue hacia Einar y le besó. Le enderezó las solapas.<br />
—Aquí tienes tu billete —le dijo, entregándole un sobre—, y dentro está la<br />
dirección del médico que quiero que te vea.<br />
—Antes tengo que decirte una cosa —dijo Einar—. Quiero que me digas que<br />
estás segura de que no me pasa nada.<br />
Dijo esto meciéndose sobre los talones.<br />
—Por supuesto que estoy convencida de que no tienes nada —dijo Greta agitando<br />
las manos en el aire—. Pero, así y todo, quiero que te vea el médico.<br />
—¿Por qué?<br />
—Por Lili.<br />
—Pobre <strong>chica</strong>… —dijo Einar.<br />
—Si quieres que Lili se quede, con nosotros, quiero decir, tienes que hablar de<br />
ella con un médico.<br />
<strong>La</strong> gente que volvía de realizar sus compras, mujeres en su mayoría, les daba<br />
codazos al pasar o los rozaba con sus bolsas de malla repletas de queso y arenques.<br />
Greta se preguntó por qué seguía hablando de Lili como si fuera una tercera<br />
persona en su casa. Lo hacía porque temía que Einar se derrumbase —veía<br />
mentalmente cómo caían sus delgados huesos hasta formar un pequeño montón— si<br />
admitía, por lo menos de viva voz, que Lili no era más que su marido vestido de<br />
mujer. Pero, en cualquier caso, ésa era la pura verdad.<br />
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