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preguntándose una y otra vez levantando las lonas que cubrían los caballetes y las<br />
pilas de lienzos y abriendo las puertas del armario ropero de fresno. Y sólo cuando<br />
abría la puerta de la calle, mientras sus labios repetían nerviosos la misma pregunta,<br />
comenzaba a salir plenamente su mente de las neblinas del sueño.<br />
Una mañana de ese otoño, Greta y Einar estaban en el apartamento. Era la<br />
primera vez desde abril que habían tenido que encender fuego en el cuarto de estar.<br />
<strong>La</strong> estufa era de las de tres pisos, tres cajas negras de hierro una encima de la otra,<br />
sostenidas por cuatro patas. Greta tenía la cerilla encendida sobre el papel que<br />
asomaba en su interior entre los leños secos de abedul. <strong>La</strong> llama no tardó en roer<br />
rápidamente la corteza.<br />
—Pero es que Lili no puede venir a diario —protestó Einar—. Creo que no te<br />
haces cargo de lo difícil que es hacer desaparecer al pobre Einar para que aparezca<br />
Lili. Es demasiado pedirle que lo haga cada día. —Einar decía esto mientras ponía a<br />
Eduardo IV un jersey de gruesa lana que les había hecho la mujer del marinero—.<br />
Mira, me encanta. Me encanta Lili, créeme. Pero es muy duro.<br />
—Necesito pintar a Lili todos los días —dijo Greta—, tienes que ayudarme.<br />
Y entonces Einar hizo una cosa extraña: cruzó el estudio de dos zancadas y dio a<br />
Greta un beso en el cuello. Einar tenía —o eso pensaba Greta— la frialdad <strong>danesa</strong>; ya<br />
no recordaba la última vez que su marido la había besado en ninguna parte de su<br />
cuerpo, excepto en la boca, y ya entrada la noche, cuando todo estaba negro como el<br />
carbón y lo único que se oía en la calle era el ruido que hacía de vez en cuando algún<br />
vociferante borracho, o las llamadas a la puerta del doctor Møller.<br />
Einar había vuelto a sangrar. Había estado bien desde el incidente de Menton,<br />
pero un buen día tuvo que llevarse el pañuelo a la nariz. Greta miró la mancha de<br />
sangre que empapaba el algodón al recordar los últimos meses de su vida con Teddy<br />
Cross.<br />
Pero la hemorragia se fue tan repentinamente como había venido, y sin dejar otra<br />
huella que las ventanillas rojas de la nariz de Einar.<br />
<strong>La</strong>s cosas volvieron a su curso normal hasta una noche de la semana anterior,<br />
cuando la primera helada comenzaba a blanquear los alféizares de las ventanas. Greta<br />
y Einar estaban cenando tranquilamente. Ella hacía esbozos en su cuaderno de dibujo<br />
cuando no se llevaba el tenedor lleno de arenque a la boca, y Einar, sentado con<br />
indolencia, removía su café con una cucharilla; soñaba despierto, o eso le parecía a<br />
Greta, que, al levantar la vista del cuaderno, en el que había dibujado un esbozo de su<br />
próximo cuadro, Lili junto a un mayo, vio, de pronto, que el rostro de su marido se<br />
quedaba pálido, sin color, y que su postura se hacía más rígida. Einar se levantó de<br />
pronto, pidió excusas y se fue. Pero dejó una pequeña mancha roja en la silla.<br />
Durante los dos días siguientes, Greta trató de preguntar acerca de la causa de su<br />
hemorragia y del órgano que la producía, pero, cada vez que lo hacía, Einar apartaba<br />
la vista, lleno de vergüenza. Era casi como si Greta estuviese abofeteándole con su<br />
pregunta y su mejilla se resintiese del golpe. Estaba claro para Greta que Einar trataba<br />
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