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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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esparadrapo pegajoso sujetándole el pene. Un leve estertor subió por la garganta de<br />

Einar. Jadeó al notar que en los brazos y el espinazo se le ponía la piel de gallina.<br />

Un escalofrío, y ya era Lili. Einar se había ido. Lili estaba dispuesta a posar para<br />

Greta la mañana entera. Se pasearía luego por el muelle con Hans, protegiéndose los<br />

ojos del sol con la mano a modo de visera. Einar sólo sería una referencia en su<br />

conversación. «Añora mucho Bluetooth», diría Lili, para que todo el mundo lo oyese.<br />

Y de nuevo eran dos. <strong>La</strong> nuez estaba hendida, la ostra había sido abierta.<br />

Lili volvió al cuarto de estar.<br />

—Gracias por venir tan pronto —dijo Greta.<br />

Hablaba a Lili en voz baja y suave, como temiendo que se le rompiese en pedazos<br />

si alzaba demasiado el tono.<br />

—Siéntate aquí —añadió mientras le mullía los almohadones del sofá—. Pon un<br />

brazo sobre el respaldo y mantén la cabeza vuelta hacia el biombo.<br />

<strong>La</strong> sesión de pintura duró lo que quedaba de la mañana y buena parte de la tarde.<br />

Lili, en una esquina del sofá, miraba la escena de conchas de las orejas de mar —una<br />

aldea de pescadores, un poeta en una pagoda junto a un sauce— que mostraba el<br />

biombo chino. Empezó a sentir hambre, pero se dijo que mejor era no hacer caso. Si<br />

Greta no paraba de pintar, ella no pararía de posar. Lo hacía por Greta. Era un regalo,<br />

la única cosa que Lili podía darle. Tendría que ser paciente. Tendría que esperar a que<br />

Greta le dijese lo que tenía que hacer.<br />

A la caída de la tarde, Hans y Lili salieron a pasear por las calles de Menton. Se<br />

paraban ante los tenderetes donde se vendía jabón de limón y figuritas talladas en<br />

madera de olivo y paquetes de higos confitados. Hablaban de Jutlandia, del cielo<br />

color pizarra y de la tierra pateada por los cerdos, de las familias que vivían en la<br />

misma tierra desde hacía cientos de años, y cuyos hijos se casaban incesantemente<br />

entre sí. Su sangre acababa espesándose hasta convertirse en fango. Muerto su padre,<br />

Hans era ahora barón de Axgil, aunque no le gustaba el título.<br />

—Por eso me fui de Dinamarca —dijo—. Allí la aristocracia está muerta. Si<br />

hubiese tenido una hermana, estoy seguro de que mi madre habría insistido en que me<br />

casase con ella.<br />

—¿Estás casado?<br />

—No.<br />

—¿Y no te quieres casar?<br />

—Hubo un tiempo en que sí. Había una <strong>chica</strong> con quien quería casarme.<br />

—¿Y qué le pasó?<br />

—Murió. Se ahogó en un río. —Luego añadió—: Justo delante de mí. —Hans<br />

compró a una vieja una lata de jaboncillos de mandarina—, pero eso pasó hace<br />

bastante tiempo, era casi un muchacho.<br />

A Lili no se le ocurría nada que decir. Allí estaba, en plena calle que apestaba a<br />

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