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—¡Al diablo!<br />
Su voz sonaba como los suaves cuartos de hora en un reloj de sobremesa.<br />
Cuando fue a verla, Greta estaba sentada en un taburete. Había trazado varias<br />
sombras azules a lo largo del borde de su lienzo. En el regazo tenía su cuaderno de<br />
apuntes, lleno de manchas y de carboncillo. Eduardo IV estaba hecho un ovillo a sus<br />
pies. Greta levantó la vista; su rostro estaba casi tan blanco como el pelaje de<br />
Eduardo IV.<br />
—Quiero pintar a Lili —dijo.<br />
—Vendrá más tarde —respondió Einar—. No tiene que verse con Hans hasta las<br />
cuatro. ¿Te viene bien después?<br />
—Haz el favor de ir por ella. —Greta hablaba sin mirarle, con la voz más baja<br />
que de costumbre.<br />
Einar sintió por un momento el impulso de enfrentarse con su mujer. Él tenía su<br />
propio cuadro que terminar. Había pensado llamar a Lili por la tarde, y así podría<br />
dedicar la mañana a pintar, una actividad que últimamente había tenido muy<br />
abandonada, y también ir a comprar comestibles al mercado al aire libre. Pero ahora<br />
Greta quería que apareciese Lili, sin importarle lo que él pensase. Quería que se<br />
sacrificara dejando de pintar para que ella pudiese hacerlo. Y no le apetecía. En aquel<br />
momento no sentía ansias de Lili, y le daba la impresión de que Greta estaba<br />
obligándole a elegir.<br />
—Podrías pasar una hora con ella —propuso— antes de que vea a Hans.<br />
—Einar —dijo Greta—, por favor…<br />
Varias de las batas de andar por casa colgaban ahora en el armario empotrado del<br />
dormitorio. Greta decía que eran feas, que su estilo era más bien para nodrizas; Einar,<br />
en cambio, las encontraba agradables y bonitas, y pensaba que a cualquier mujer, por<br />
corriente que fuese, le sentarían muy bien. Eligió entre ellas, tocando con los dedos<br />
los pequeños cuellos almidonados. <strong>La</strong> que tenía un diseño de peonías era un poco<br />
diáfana; la de ranas era demasiado grande para él en la parte del pecho y además<br />
estaba manchada. Era una mañana calurosa, y se secó con la manga el sudor del<br />
labio. Estaba como si tuviera el alma atrapada en una jaula de hierro: sentía el<br />
corazón latirle contra las costillas, y Lili se agitaba en su interior, despertándose y<br />
frotando su costado contra los barrotes del cuerpo de Einar.<br />
Escogió una bata. Era blanca con conchas rosadas. El dobladillo le llegaba a la<br />
pantorrilla. El blanco y el rosa hacían un bonito contraste sobre su pierna, que ahora<br />
estaba atezada con tanto sol francés.<br />
<strong>La</strong> cerradura no estaba echada. Einar pensó si debería cerrar la puerta con llave,<br />
pero sabía que Greta no entraría sin llamar antes. En una ocasión, cuando hacía poco<br />
que se habían casado, Greta entró sin llamar en el baño y sorprendió a Einar cantando<br />
una canción popular: «Érase una vez un viejo que vivía en un pantano…» <strong>La</strong> cosa, en<br />
sí, no tenía la menor importancia, eso bien lo sabía Einar: una joven esposa que<br />
sorprende a su marido cantando tan tranquilo mientras se baña. Desde la bañera,<br />
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