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mejillas. Lili estaba echada de espaldas, de modo que el peso mínimo de la sábana<br />
descansaba en torno a los bultitos piriformes de sus pechos, y más abajo resaltaba el<br />
bulto que le crecía entre las piernas. Nunca hasta entonces había dormido Lili con<br />
Greta: solían desayunar juntas, eso sí, envueltas en sus kimonos de seda, que tenían<br />
un dibujo de grullas, e ir de compras cuando necesitaban algo. Greta era siempre la<br />
que pagaba, como una madre, una vieja tía rara y sin hijos. Pero aquélla era la<br />
primera vez que Einar se acostaba vestido de Lili. El corazón de Greta, golpeándole<br />
el pecho, parecía tan duro como la pepita de una fruta. ¿Sería esto también parte del<br />
juego? ¿Debería darle un beso a Lili igual que si fuera su marido?<br />
No hacían apenas el amor. Y Greta, como suele ocurrir, se echaba la culpa. Tenía<br />
que quedarse hasta tarde por la noche, pintando, o leyendo, y para cuando se decidía<br />
a meterse en la cama, Einar ya estaba dormido. A veces le daba un golpecito, para<br />
despertarle, pero tenía el sueño pesado, y no tardaba en renunciar a la empresa y<br />
dormirse también. Le tenía en sus brazos la noche entera, y se despertaba con su<br />
brazo sobre el pecho de él. Los ojos de ambos se encontraban en el silencio de la<br />
mañana. Con frecuencia le entraban a Greta anhelos de tocarle, pero en cuanto su<br />
mano comenzaba a acariciarle primero el pecho y luego el muslo, Einar se frotaba los<br />
ojos con los puños cerrados y se levantaba de la cama de un salto.<br />
—¿Te pasa algo? —preguntaba Greta, aún envuelta en las sábanas.<br />
—Nada —replicaba él mientras empezaba a preparar el baño—, nada en absoluto.<br />
<strong>La</strong>s veces que hacían el amor, generalmente por iniciativa de Greta, aunque no<br />
siempre, Greta terminaba sintiéndose como si acabase de ocurrir algo indecente.<br />
Como si no debiera querer tocar a Einar. Como si éste ya no fuera su marido.<br />
Lili se movió. Su cuerpo, que recordaba a Greta una larga espiral, estaba ahora de<br />
lado, las pecas de su espalda la miraban de par en par, y el gran lunar en relieve que<br />
tenía la forma de Nueva Zelanda le parecía horrible y negro a Greta, como una<br />
sanguijuela. <strong>La</strong> cadera de Lili, bajo la sábana de verano, se levantaba como el sofá<br />
del cuarto de estar del apartamento alquilado. ¿De dónde llegaba aquella cadera<br />
curva?, curva como la cornisa que separa la Côte d’Azur de la frontera italiana en<br />
Niza; curva como los jarrones bulbosos de cuello esbelto que Teddy producía en su<br />
torno de alfarero movido con los pies. Parecía una cadera de mujer, no la cadera de su<br />
marido. Era como si estuviese compartiendo su propia cama con alguien a quien no<br />
conocía. Greta pensó en esa cadera hasta la llegada del amanecer a las terrazas<br />
estrechas del apartamento, y una llovizna refrescó la habitación, de modo que Lili<br />
tuvo que subirse la sábana de verano hasta la barbilla en busca de algo de calor, y el<br />
montículo de su cadera acabó desapareciendo bajo la tienda tensa de la sábana. Los<br />
dos volvieron a dormirse, y cuando Greta despertó se encontró con Lili, que tenía en<br />
las manos sendas tazas de café. Lili sonreía y trató de volver a refugiarse bajo la<br />
sábana, pero el café se derramó. Greta vio esparcirse el café por toda la cama, hacia<br />
su mano, y Lili se echó a llorar.<br />
Después, llegada la tarde, cuando Einar estaba en el cuarto de invitados,<br />
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