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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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del pantano. Su apodo era entonces Valnød, o sea, nuez, y algunos decían que era<br />

porque en verano su piel se volvía de un pardo pálido, como si estuviera manchada<br />

por el eterno barro de Bluetooth, un charco que le había servido de cuna al nacer<br />

cuando el coche de su madre, volcado como consecuencia de una tormenta, las había<br />

dejado empantanadas a ella y a sus dos doncellas en medio de un páramo sin otra<br />

cosa que la luz de unas cerillas y el abrigo de lienzo del cochero, que les sirvió de<br />

toldo en tan apurada situación.<br />

Ahora, como era de esperar, Hans se había convertido en un hombrón de tipo<br />

germánico. Estrechaba las manos de la gente entre las suyas, y esas manos con<br />

frecuencia se engarzaban en la parte posterior de su cuello cuando estaba contándole<br />

una historia. Lo único que bebía era champán o agua con gas. Sólo cenaba pescado,<br />

como consecuencia de haber comido en cierta ocasión unas chuletas de venado que le<br />

hicieron perder el apetito para un mes entero. Era marchante de cuadros, y pastoreaba<br />

a los viejos maestros holandeses hacia las colecciones de norteamericanos ricos cuya<br />

idea de coleccionar era acumular dinero. Un negocio, dijo Hans, mostrando al sonreír<br />

dos incisivos como taladros, que con frecuencia era inmoral.<br />

—No siempre, pero con bastante frecuencia —puntualizó.<br />

El deporte favorito de Hans seguía siendo el tenis:<br />

—Lo mejor de Francia es su terre battue —dijo—. <strong>La</strong> arcilla roja. <strong>La</strong>s pelotas<br />

blancas de tenis con las costuras de goma. El árbitro sentado, bien erguido, en su<br />

silla.<br />

Al otro lado de la calle donde se hallaba el restaurante estaba el puerto. Tenía<br />

ocho mesas en la acera, bajo sombrillas listadas, hincadas en latas llenas de piedras.<br />

En el puerto, los veleros comenzaban a volver a casa. Parejas de ingleses de<br />

vacaciones se paseaban por el muelle, cogidas de la mano, con la piel quemada por el<br />

sol. Sobre las mesas del restaurante había jarroncitos con caléndulas, y hojas de papel<br />

blanco para proteger el mantel. Greta no se angustió pensando en su plan hasta que<br />

estuvieron todos a punto de sentarse a la mesa, donde Hans les esperaba con las<br />

manos cogidas detrás del cuello. Es decir, hasta que Hans tuvo ocasión de ver el<br />

parecido que tenía el rostro de Lili con el de Einar. ¿Qué haría si a Hans se le<br />

ocurriese inclinarse sobre la mesa y decir?: «¿Es esta preciosa personita mi viejo<br />

amigo Einar?» <strong>La</strong> cosa parecía inimaginable, pero ¿qué respondería si a Hans se le<br />

ocurriese hacer esa pregunta? Y entonces Greta miró a Lili, que estaba muy mona,<br />

llevaba una de las batas de estar por casa, y tenía la piel atezada de tanto tomar el sol<br />

flotando en el mar en un colchón neumático. Greta meneó la cabeza. No, Einar no<br />

estaba allí, sólo Lili. Y, además, pensó Greta, mientras el camarero apartaba las sillas<br />

de la mesa y Hans se disponía a besar, primero a Greta, y luego a Lili, su anfitrión ya<br />

no se parecía tampoco al muchacho que Einar le había descrito al rememorar su<br />

juventud.<br />

—Bueno, a ver, habladme de Einar —dijo Hans mientras el camarero traía en una<br />

sopera los calamares hervidos en su tinta.<br />

www.lectulandia.com - Página 67

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