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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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ahora llevaba los dos. Y jugueteaba con ambos al mismo tiempo, dándoles vueltas,<br />

distraída, en sus respectivos dedos.<br />

Greta no le había hablado mucho a Einar sobre Teddy Cross. Había vuelto a<br />

Dinamarca el Día del Armisticio, viuda ya desde hacía seis meses, y haciéndose<br />

llamar de nuevo Greta Waud. Teddy había muerto de la manera más tonta, respondía<br />

Greta a sus amigos cuando le preguntaban por su primer marido. Después de todo,<br />

solía pensar Greta, morir cuando se tienen veinticuatro años y se vive en el limpio,<br />

seco calor de California, es, pura y simplemente, consecuencia de la crueldad del<br />

mundo. No tenía sentido, la verdad sea dicha. Ciertamente, Teddy no tenía el carácter<br />

de los conquistadores del Oeste y eso era otra injusticia del destino. A veces Greta<br />

pensaba también, cerrando los ojos para contener su pena, que a lo mejor lo que había<br />

ocurrido era que ella y Teddy no hubiesen debido casarse. A lo mejor, el amor que<br />

sentía por ella no había sido nunca tan grande como el de ella por él.<br />

Greta y Lili estaban ya casi en el restaurante cuando aquélla paró a ésta y le dijo:<br />

—No te enfades conmigo, pero tengo una pequeña sorpresa para ti. —Apartó un<br />

poco el flequillo de los ojos de Lili—. Siento no habértelo dicho antes, pero pensé<br />

que sería mejor que no te enterases hasta llegado el momento.<br />

—¿Enterarme de qué?<br />

—De que vamos a cenar con Hans.<br />

Lili palideció; estaba claro que había comprendido. Apretó la frente contra la luna<br />

del escaparate de una charcutería cerrada. Al otro lado de la luna, cochinillos<br />

despellejados colgaban de una cuerda como pequeñas banderolas rosa. Así y todo,<br />

Lili, reponiéndose, preguntó:<br />

—¿Qué Hans?<br />

—Venga, no seas tonta. No te asustes. Es Hans. Quiere verte.<br />

El crítico de París que tenía la verruguita en el extremo del ojo contestó enseguida<br />

a la carta de Greta, y además de enviarle la dirección de Hans le hizo varias preguntas<br />

sobre su pintura. El interés del crítico y su atención casi hicieron soñar a Greta. ¡En<br />

París preguntaban por su pintura!, se dijo, y abrió su caja de papel de cartas de Århus<br />

y mojó la pluma en el tintero. Ante todo, escribió al crítico: ¿hay posibilidades para<br />

mí en París?, ¿debiéramos mi marido y yo pensar en irnos de Dinamarca, donde nadie<br />

sabe qué pensar de mí?, ¿serían más libres en París nuestras vidas?<br />

Lo que escribió Greta a Hans fue: «Mi marido parece no haberle olvidado.<br />

Cuando está soñando ante su caballete, sé que piensa en usted, en el momento en que<br />

colgaba del roble por encima del pantano. Y entonces su rostro se suaviza y casi se<br />

encoge. Es como si volviese a tener trece años, con los ojos relucientes y la barbilla<br />

suave y lisa.»<br />

Hans Axgil tenía la nariz fina y las muñecas cubiertas de tupido pelo rubio. Se<br />

había convertido en un hombre grandote y recio, cuyo grueso cuello le salía de entre<br />

los hombros. A Greta le recordó el tocón del viejo sicomoro que había en la parte<br />

trasera de su jardín californiano. Einar le había dicho que Hans era pequeño, el enano<br />

www.lectulandia.com - Página 66

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