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ahora llevaba los dos. Y jugueteaba con ambos al mismo tiempo, dándoles vueltas,<br />
distraída, en sus respectivos dedos.<br />
Greta no le había hablado mucho a Einar sobre Teddy Cross. Había vuelto a<br />
Dinamarca el Día del Armisticio, viuda ya desde hacía seis meses, y haciéndose<br />
llamar de nuevo Greta Waud. Teddy había muerto de la manera más tonta, respondía<br />
Greta a sus amigos cuando le preguntaban por su primer marido. Después de todo,<br />
solía pensar Greta, morir cuando se tienen veinticuatro años y se vive en el limpio,<br />
seco calor de California, es, pura y simplemente, consecuencia de la crueldad del<br />
mundo. No tenía sentido, la verdad sea dicha. Ciertamente, Teddy no tenía el carácter<br />
de los conquistadores del Oeste y eso era otra injusticia del destino. A veces Greta<br />
pensaba también, cerrando los ojos para contener su pena, que a lo mejor lo que había<br />
ocurrido era que ella y Teddy no hubiesen debido casarse. A lo mejor, el amor que<br />
sentía por ella no había sido nunca tan grande como el de ella por él.<br />
Greta y Lili estaban ya casi en el restaurante cuando aquélla paró a ésta y le dijo:<br />
—No te enfades conmigo, pero tengo una pequeña sorpresa para ti. —Apartó un<br />
poco el flequillo de los ojos de Lili—. Siento no habértelo dicho antes, pero pensé<br />
que sería mejor que no te enterases hasta llegado el momento.<br />
—¿Enterarme de qué?<br />
—De que vamos a cenar con Hans.<br />
Lili palideció; estaba claro que había comprendido. Apretó la frente contra la luna<br />
del escaparate de una charcutería cerrada. Al otro lado de la luna, cochinillos<br />
despellejados colgaban de una cuerda como pequeñas banderolas rosa. Así y todo,<br />
Lili, reponiéndose, preguntó:<br />
—¿Qué Hans?<br />
—Venga, no seas tonta. No te asustes. Es Hans. Quiere verte.<br />
El crítico de París que tenía la verruguita en el extremo del ojo contestó enseguida<br />
a la carta de Greta, y además de enviarle la dirección de Hans le hizo varias preguntas<br />
sobre su pintura. El interés del crítico y su atención casi hicieron soñar a Greta. ¡En<br />
París preguntaban por su pintura!, se dijo, y abrió su caja de papel de cartas de Århus<br />
y mojó la pluma en el tintero. Ante todo, escribió al crítico: ¿hay posibilidades para<br />
mí en París?, ¿debiéramos mi marido y yo pensar en irnos de Dinamarca, donde nadie<br />
sabe qué pensar de mí?, ¿serían más libres en París nuestras vidas?<br />
Lo que escribió Greta a Hans fue: «Mi marido parece no haberle olvidado.<br />
Cuando está soñando ante su caballete, sé que piensa en usted, en el momento en que<br />
colgaba del roble por encima del pantano. Y entonces su rostro se suaviza y casi se<br />
encoge. Es como si volviese a tener trece años, con los ojos relucientes y la barbilla<br />
suave y lisa.»<br />
Hans Axgil tenía la nariz fina y las muñecas cubiertas de tupido pelo rubio. Se<br />
había convertido en un hombre grandote y recio, cuyo grueso cuello le salía de entre<br />
los hombros. A Greta le recordó el tocón del viejo sicomoro que había en la parte<br />
trasera de su jardín californiano. Einar le había dicho que Hans era pequeño, el enano<br />
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