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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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8<br />

Greta y Einar fueron a pasar sus vacaciones de agosto, como siempre, a Menton, un<br />

puerto francés situado en la frontera franco-italiana. Después del largo verano, Greta<br />

se despedía de Copenhague con una sensación de alivio. Mientras el tren iba hacia el<br />

sur y cruzaba los Alpes Marítimos, Greta se sentía como quien deja un peso a sus<br />

espaldas.<br />

Ese año, siguiendo el consejo de Anna, que aquel mes de mayo había cantado en<br />

la Ópera de Montecarlo, Greta y Einar habían alquilado un apartamento en la avenida<br />

Boyer, justo enfrente del Casino Municipal de Menton. El dueño del apartamento era<br />

un norteamericano que se había apresurado a ir a Francia al terminar la Gran Guerra<br />

para comprar unos talleres de confección de Provenza que habían sufrido las<br />

consecuencias de la crisis que siguió al fin de la contienda. Se hizo rico, y ahora vivía<br />

en Nueva York, disfrutando de los beneficios que le producían las sencillas batas de<br />

andar por casa que vendía a las amas de casa del sur de Francia.<br />

El apartamento tenía el suelo de frío mármol color naranja y un dormitorio extra<br />

pintado de rojo; en el cuarto de estar había un biombo chino incrustado con conchas<br />

de orejas de mar. Los balcones delanteros daban a pequeñas terrazas lo bastante<br />

grandes como para albergar una hilera de tiestos de geranios y dos sillas metálicas.<br />

Allí pasarían Greta y Einar las cálidas noches del sur de Francia, Greta con los pies<br />

sobre la baranda, mientras la fresca brisa soplaba desde los naranjos y limoneros del<br />

parque que se extendía ante sus ojos. Greta estaba fatigada, y tanto ella como Einar<br />

podían pasar veladas enteras sin decirse otra cosa que «Buenas noches».<br />

El quinto día de sus vacaciones, el tiempo cambió. El siroco del norte de África<br />

cruzaba raudo el picado mar Mediterráneo, ascendía por la playa rocosa y penetraba<br />

por las puertas abiertas de las terrazas hasta ir a chocar con el biombo chino.<br />

Greta y Einar estaban sesteando en el dormitorio rojo cuando oyeron el golpe. Se<br />

levantaron y encontraron el biombo caído contra el sofá. El biombo ocultaba un<br />

perchero de batas de muestra de uno de los talleres del dueño del apartamento. Eran<br />

blancas, con diseños de flores, y se contorsionaban en las perchas agitadas por el<br />

viento como si a un niño le hubiese dado por divertirse tirando de sus dobladillos.<br />

Eran bastante sencillas, pensó Greta, con las mangas rematadas por puños y una<br />

hilera de botones delante que parecía hecha a propósito para facilitar la lactancia, y<br />

tan simples y prácticas que Greta comenzó a sentir una especie de repulsión por las<br />

mujeres que las usaban. Se inclinó para poner en pie el biombo chino, y le dijo a<br />

Einar:<br />

—Anda, échame una mano.<br />

Einar estaba de pie junto al perchero, y los dobladillos de las batas golpeaban<br />

suavemente su pierna. Su rostro era inexpresivo. Greta veía palpitar las venillas de<br />

www.lectulandia.com - Página 63

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