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Greta y Einar fueron a pasar sus vacaciones de agosto, como siempre, a Menton, un<br />
puerto francés situado en la frontera franco-italiana. Después del largo verano, Greta<br />
se despedía de Copenhague con una sensación de alivio. Mientras el tren iba hacia el<br />
sur y cruzaba los Alpes Marítimos, Greta se sentía como quien deja un peso a sus<br />
espaldas.<br />
Ese año, siguiendo el consejo de Anna, que aquel mes de mayo había cantado en<br />
la Ópera de Montecarlo, Greta y Einar habían alquilado un apartamento en la avenida<br />
Boyer, justo enfrente del Casino Municipal de Menton. El dueño del apartamento era<br />
un norteamericano que se había apresurado a ir a Francia al terminar la Gran Guerra<br />
para comprar unos talleres de confección de Provenza que habían sufrido las<br />
consecuencias de la crisis que siguió al fin de la contienda. Se hizo rico, y ahora vivía<br />
en Nueva York, disfrutando de los beneficios que le producían las sencillas batas de<br />
andar por casa que vendía a las amas de casa del sur de Francia.<br />
El apartamento tenía el suelo de frío mármol color naranja y un dormitorio extra<br />
pintado de rojo; en el cuarto de estar había un biombo chino incrustado con conchas<br />
de orejas de mar. Los balcones delanteros daban a pequeñas terrazas lo bastante<br />
grandes como para albergar una hilera de tiestos de geranios y dos sillas metálicas.<br />
Allí pasarían Greta y Einar las cálidas noches del sur de Francia, Greta con los pies<br />
sobre la baranda, mientras la fresca brisa soplaba desde los naranjos y limoneros del<br />
parque que se extendía ante sus ojos. Greta estaba fatigada, y tanto ella como Einar<br />
podían pasar veladas enteras sin decirse otra cosa que «Buenas noches».<br />
El quinto día de sus vacaciones, el tiempo cambió. El siroco del norte de África<br />
cruzaba raudo el picado mar Mediterráneo, ascendía por la playa rocosa y penetraba<br />
por las puertas abiertas de las terrazas hasta ir a chocar con el biombo chino.<br />
Greta y Einar estaban sesteando en el dormitorio rojo cuando oyeron el golpe. Se<br />
levantaron y encontraron el biombo caído contra el sofá. El biombo ocultaba un<br />
perchero de batas de muestra de uno de los talleres del dueño del apartamento. Eran<br />
blancas, con diseños de flores, y se contorsionaban en las perchas agitadas por el<br />
viento como si a un niño le hubiese dado por divertirse tirando de sus dobladillos.<br />
Eran bastante sencillas, pensó Greta, con las mangas rematadas por puños y una<br />
hilera de botones delante que parecía hecha a propósito para facilitar la lactancia, y<br />
tan simples y prácticas que Greta comenzó a sentir una especie de repulsión por las<br />
mujeres que las usaban. Se inclinó para poner en pie el biombo chino, y le dijo a<br />
Einar:<br />
—Anda, échame una mano.<br />
Einar estaba de pie junto al perchero, y los dobladillos de las batas golpeaban<br />
suavemente su pierna. Su rostro era inexpresivo. Greta veía palpitar las venillas de<br />
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