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Greta. Ésta nunca se la había hecho a sí misma hasta entonces, porque, sexualmente,<br />
Einar siempre había sido desgarbado y sin iniciativa. Le parecía imposible que Einar<br />
hubiese tenido jamás tan extraño anhelo. Aparte de que, sin la ayuda de Greta, no<br />
habría encontrado a Lili.<br />
—¿Es Henrik el primero? —preguntó Greta—. Quiero decir si es el primero que<br />
te besa.<br />
Lili lo pensó, frunciendo la frente. A través de las tablas del suelo llegaba la<br />
aguardentosa voz del marinero, que gritaba:<br />
—¡No me mientas! ¡Me doy cuenta de que me mientes!<br />
—En Bluetooth —comenzó Lili— había un chico que se llamaba Hans.<br />
Era la primera vez que Greta oía el nombre de Hans. Lili se puso a hablar de él<br />
extáticamente, con los dedos de ambas manos muy juntos y muy altos. Parecía en<br />
trance mientras le contaba a Greta las tretas de Hans para encaramarse al viejo roble,<br />
y describía su vocecita, que era como de guijarros que entrechocan, y hablaba de la<br />
cometa en forma de submarino que un día desapareció en el pantano.<br />
—¿Y no has vuelto a saber nada de él desde entonces? —preguntó Greta.<br />
—Tengo entendido que se fue a vivir a París —dijo Lili, volviendo a su ganchillo<br />
—. Es marchante, pero eso es lo único que sé de él. Se dedica a vender cuadros a<br />
norteamericanos.<br />
Y, sin más, se levantó y se fue a su cuarto, donde Eduardo IV gruñía en sueños, y<br />
cerró la puerta. Una hora después, cuando Einar volvió a salir de allí, fue como si Lili<br />
nunca hubiera estado en el apartamento. Aparte del olor a menta y leche, fue como si<br />
Lili nunca hubiera existido.<br />
A las dos semanas o así de la inauguración de la exposición, todavía no se había<br />
vendido una sola de las pinturas de Greta. Y ya no podía echar la culpa a la situación<br />
económica, pues la Gran Guerra había terminado siete años antes y la economía<br />
<strong>danesa</strong> estaba en pleno período de crecimiento y especulación, con algún que otro<br />
altibajo. Así y todo, el fracaso de su exposición no la sorprendió. Desde que se casó,<br />
la reputación de su marido había sobrepasado siempre la suya. Los cuadritos oscuros<br />
de pantanos y tormentas de Einar —que, en realidad, no eran otra cosa que pintura<br />
gris sobre pintura negra— costaban más y más coronas cada año que pasaba. Y, entre<br />
tanto, Greta no vendía otra cosa que monótonos encargos que le hacían serios<br />
directores de empresa siempre reacios a sonreír, por poco que fuese. Los retratos más<br />
personales que pintaba, como, por ejemplo, el de Anna, o el de la mujer ciega que se<br />
sentaba a la entrada del Tívoli, y, ahora, el de Lili, pasaban inadvertidos. Al fin y al<br />
cabo, ¿a quién iba a ocurrírsele comprar cuadros de Greta antes que los de Einar, los<br />
cuadros de la brillante, audaz norteamericana antes que los del sutil, íntimo danés?<br />
¿Qué crítico se atrevería a elogiar el estilo de Greta por encima del de Einar en un<br />
país como Dinamarca, donde los estilos pictóricos decimonónicos pasaban todavía<br />
por ser innovadores y cuestionables? Eso era, al menos, lo que pensaba Greta; e<br />
incluso Einar, cuando lo presionaba, admitía que era posible que fuese así.<br />
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