La chica danesa

Una novela de David Ebershoff Una novela de David Ebershoff

02.05.2017 Views

pescado que había en su plato hasta no dejar de él otra cosa que la cabeza vacía sobre un charco de vinagre. Y luego habría besado a Einar y le habría acompañado a su casa. —Tengo que ir a buscar a Greta —dijo Lili. La niebla subía del puerto, y Lili empezaba a sentir frío. Lo pensó así: era Lili, con sus antebrazos desnudos, quien sentía el frío, no Einar; sentía el aire, rápido y húmedo, correr por la pelusa, casi invisible, que le crecía en la nuca. En otros lugares, bajo la gasa y la camisola, y, finalmente, en los calzoncillos de lana sujetos con una cinta, también Einar comenzaba a sentir el frío, pero sólo como se siente a fuerza de observar a una persona sin abrigo luchar en vano contra él. Einar se daba cuenta de que Lili y él compartían algo: unos pulmones color azul ostra; un corazón que no cesaba de latir; unos ojos, teñidos frecuentemente de rosa de pura fatiga. Pero su cráneo parecía contener dos cerebros, estaba hendido como una nuez: una mitad era de Einar, y la otra, de Lili. —Di a Greta que te acompañaré a casa —dijo Henrik. Lili contestó: —Pero sólo si me prometes dejarme en la esquina de la Casa de las Viudas. Einar podría estar despierto, esperando, y no le gustaría verme a solas con un extraño. Y entonces Greta y él a lo mejor pensarían que no soy lo bastante mayor para vivir en Copenhague. Es que son así, siempre están preocupándose por mí, temiendo que en cualquier momento me vea en un apuro. Henrik, cuyos labios eran planos y purpúreos, y estaban agrietados en el centro, besó a Lili. Su cabeza cayó sobre el rostro de ella, su boca chocó contra la de la joven, y sus bocas chocaron. Se apartó un momento y la volvió a besar, mientras sus manos le acariciaban el brazo por encima del codo y la espalda. Lo que más sorprendió a Lili de aquel beso fue el raspar de los pelos y el fuerte, cálido peso del brazo masculino. La punta de la lengua de Henrik era extrañamente suave, como si un trago de té caliente le hubiese quemado las papilas gustatorias. Lili quería apartarle de sí, pero de pronto le pareció tarea imposible, como si su mano no pudiera conseguir jamás echar de su lado a Henrik, cuyo cabello rizado se le enroscaba como una soga en torno al cuello. Henrik la levantó del banco. Lili temía que la abrazara, porque entonces sentiría, a través de la tela del vestido, que su cuerpo era distinto de lo esperado: huesudo y sin pechos, y con una dolorosa hinchazón entre las piernas. Henrik llevó a Lili por un pasillo lateral del Ayuntamiento tirando de su mano como un remolcador. Su cabeza parecía la de una marioneta que se agitase de felicidad; era redonda y de huesos bien marcados, con algo de mongol en la frente. Y era ésta la razón, quizá, de que Einar se sintiera justificado para asirse al puño húmedo de Henrik y seguir sus pasos: era un juego, parte del juego de Lili, y los juegos no importaban casi nada. Los juegos no eran arte, no eran pintura, y, ciertamente, no eran vida. Nunca hasta entonces —ni siquiera con la mano de Henrik www.lectulandia.com - Página 50

sudando contra la palma de la suya— se había considerado Einar anormal, o distinto en modo alguno de la normalidad. Su médico, cuando fue a verle el año anterior para consultarle sobre su aparente incapacidad para tener hijos, le había dicho: «¿Sueñas a veces con alguien, aparte de con tu mujer, Einar? ¿Con otro hombre, quizás?». «No, en absoluto», replicó Einar, «su intuición es errónea.» Y le dijo entonces al médico que también se turbaba cuando veía a hombres de ojos fugaces y asustados y piel excesivamente rosada merodear cerca del retrete de caballeros del parque de Ørsted. ¡Homosexual!, ¡qué lejos de la verdad! Y también era ésta la razón de que Einar se asiese ahora a la mano de Henrik y corriese con él por los soportales de la parte trasera del Ayuntamiento, donde banderas danesas colgaban de las vigas lustrosas. Y también lo era de que tropezase cada dos por tres con los zapatos color amarillo mostaza que le había dado Greta aquella tarde de abril, cuando necesitaba pintar unas piernas de mujer. Él no sabía por qué permitía que el estrecho vestido le impidiese andar con toda libertad: bueno, era que estaba jugando. Eso lo sabía. Y Greta también lo sabía. Pero, al mismo tiempo, no sabía nada, lo que se dice nada, sobre sí mismo. Fuera, en la plaza del Ayuntamiento, un tranvía pasaba ruidosamente; sus campanillas eran amistosas y tristes. Tres noruegos estaban sentados sobre el pretil de la fuente, riendo, bebidos. —¿Por dónde vamos? —preguntó Henrik. Parecía más bajo en la calle, al aire libre de la plaza donde el aire olía al carrito cercano que servía café con galletitas picantes. Había algo caliente, un ardiente secreto, en el fondo del estómago de Einar, y lo único que podía hacer era mirar a su alrededor: a la fuente y a los vikingos de bronce y a la empinada ladera de los tejados de los edificios que rodeaban la plaza. —¿Por dónde? —volvió a preguntar Henrik, que miraba al cielo, con las ventanillas de la nariz temblorosas. Y entonces Einar tuvo una idea. Lili tuvo una idea. Y, por extraño que parezca, la cosa ocurrió así: flotando por encima de la plaza del Ayuntamiento, Einar vio que Lili, con el labio superior lleno de determinación, le decía a Henrik: «Ven.» Y la oyó pensar: Greta no se enterará nunca. Einar no pudo averiguar a qué se refería: ¿Qué era lo que Greta no llegaría nunca a saber? Cuando él, Einar, dueño remoto del cuerpo tomado a préstamo, estaba a punto de preguntar a Lili qué era lo que quería decir; cuando él, Einar, flotando como un fantasma que describiese círculos por encima de ellos, estaba a punto de acercarse y preguntar —no exactamente como el conductor hace la pregunta al llegar a una encrucijada, pero casi—: Dime, ¿qué es lo que Greta no sabrá nunca?, justo entonces, Lili, con los antebrazos enrojecidos de calor, con los puños envueltos en gasa, con la mitad de su cerebro común electrizada por la corriente del pensamiento, sintió una cálida humedad correrle de la nariz a los labios. —¡Dios mío, estás sangrando! —gritó Henrik. www.lectulandia.com - Página 51

pescado que había en su plato hasta no dejar de él otra cosa que la cabeza vacía sobre<br />

un charco de vinagre. Y luego habría besado a Einar y le habría acompañado a su<br />

casa.<br />

—Tengo que ir a buscar a Greta —dijo Lili.<br />

<strong>La</strong> niebla subía del puerto, y Lili empezaba a sentir frío. Lo pensó así: era Lili,<br />

con sus antebrazos desnudos, quien sentía el frío, no Einar; sentía el aire, rápido y<br />

húmedo, correr por la pelusa, casi invisible, que le crecía en la nuca. En otros lugares,<br />

bajo la gasa y la camisola, y, finalmente, en los calzoncillos de lana sujetos con una<br />

cinta, también Einar comenzaba a sentir el frío, pero sólo como se siente a fuerza de<br />

observar a una persona sin abrigo luchar en vano contra él. Einar se daba cuenta de<br />

que Lili y él compartían algo: unos pulmones color azul ostra; un corazón que no<br />

cesaba de latir; unos ojos, teñidos frecuentemente de rosa de pura fatiga. Pero su<br />

cráneo parecía contener dos cerebros, estaba hendido como una nuez: una mitad era<br />

de Einar, y la otra, de Lili.<br />

—Di a Greta que te acompañaré a casa —dijo Henrik.<br />

Lili contestó:<br />

—Pero sólo si me prometes dejarme en la esquina de la Casa de las Viudas. Einar<br />

podría estar despierto, esperando, y no le gustaría verme a solas con un extraño. Y<br />

entonces Greta y él a lo mejor pensarían que no soy lo bastante mayor para vivir en<br />

Copenhague. Es que son así, siempre están preocupándose por mí, temiendo que en<br />

cualquier momento me vea en un apuro.<br />

Henrik, cuyos labios eran planos y purpúreos, y estaban agrietados en el centro,<br />

besó a Lili. Su cabeza cayó sobre el rostro de ella, su boca chocó contra la de la<br />

joven, y sus bocas chocaron. Se apartó un momento y la volvió a besar, mientras sus<br />

manos le acariciaban el brazo por encima del codo y la espalda.<br />

Lo que más sorprendió a Lili de aquel beso fue el raspar de los pelos y el fuerte,<br />

cálido peso del brazo masculino. <strong>La</strong> punta de la lengua de Henrik era extrañamente<br />

suave, como si un trago de té caliente le hubiese quemado las papilas gustatorias. Lili<br />

quería apartarle de sí, pero de pronto le pareció tarea imposible, como si su mano no<br />

pudiera conseguir jamás echar de su lado a Henrik, cuyo cabello rizado se le<br />

enroscaba como una soga en torno al cuello.<br />

Henrik la levantó del banco. Lili temía que la abrazara, porque entonces sentiría,<br />

a través de la tela del vestido, que su cuerpo era distinto de lo esperado: huesudo y sin<br />

pechos, y con una dolorosa hinchazón entre las piernas.<br />

Henrik llevó a Lili por un pasillo lateral del Ayuntamiento tirando de su mano<br />

como un remolcador. Su cabeza parecía la de una marioneta que se agitase de<br />

felicidad; era redonda y de huesos bien marcados, con algo de mongol en la frente. Y<br />

era ésta la razón, quizá, de que Einar se sintiera justificado para asirse al puño<br />

húmedo de Henrik y seguir sus pasos: era un juego, parte del juego de Lili, y los<br />

juegos no importaban casi nada. Los juegos no eran arte, no eran pintura, y,<br />

ciertamente, no eran vida. Nunca hasta entonces —ni siquiera con la mano de Henrik<br />

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