La chica danesa

Una novela de David Ebershoff Una novela de David Ebershoff

02.05.2017 Views

Comenzó a ponerse una bata de pintor, y siempre llevaba en el bolsillo delantero la nota que le había mandado Einar. Se sentaba en el mirador y se ponía a escribirle cartas, aunque la verdad es que casi nunca se le ocurría nada que decirle. No quería confesarle, por ejemplo, que no había pintado nada desde que se fue de Dinamarca. Y tampoco quería hablarle del tiempo, que era justo lo primero que a su madre se le ocurriría comentar. En lugar de esto, le contaba lo que haría en cuanto volviese a Copenhague. Lo primero, volver a matricularse en la Academia Real; luego, tratar de que exhibieran sus cuadros en la Exposición de Artistas Independientes; y, finalmente, convencer a Einar de que acudiese a su fiesta de cumpleaños cuando cumpliera los diecinueve años. Durante su primer mes de vuelta en California, Greta iba dando un paseo a la oficina de correos de Colorado Street para echar sus cartas a Einar. —Puede que tarde en llegar —le decía el empleado a través de los barrotes de la ventanilla. Y Greta le contestaba: —¡Ahora va a resultar que los alemanes también nos han echado a perder el correo! No podía seguir viviendo así, le dijo a una de las doncellas japonesas, Akiko, a quien siempre le goteaba la nariz. Akiko se inclinó y le trajo una camelia flotando en un cuenco de plata. Algo iba a tener que cambiar en su vida, se decía Greta, hirviendo de ira por dentro, aunque no estaba enfadada con nadie en concreto, como no fuese con el Kaiser. ¡Qué mala suerte: era la chica más libre de Copenhague, si no del mundo entero, y ahora, de pronto, aquel alemanote de mierda había echado a perder su vida! Una exiliada, eso es lo que era ahora. Estaba exiliada en California, donde los rosales llegaban a alcanzar tres metros de altura y los coyotes aullaban la noche entera en el cañón. Apenas se podía creer que se hubiese convertido en una de esas chicas que no hacen otra cosa en todo el día que esperar la llegada del cartero, y siempre lo mismo: un montón de sobres, y ninguno de Einar. Enviaba telegramas a su padre, pidiéndole permiso para volver a Dinamarca, y su respuesta era siempre la misma: «El mar ya no es seguro.» Exigía a su madre que la dejase ir a Stanford con Carlisle, pero le contestaba que para ella el único colegio posible era el de las Siete Hermanas, que estaba en el nivoso Este. —Me siento como si me estuviesen aplastando —le decía Greta a su madre. —Anda, no seas teatral —respondía la señora Waud, que estaba muy ocupada renovando el césped para el invierno y los macizos de amapolas. Un día Akiko llamó suavemente a la puerta del cuarto de Greta y, con la cabeza inclinada, le entregó un folleto. —Lo siento —dijo Akiko, y, sin más, se fue corriendo acompañada por el ruidoso repiqueteo de sus sandalias. El folleto anunciaba la siguiente reunión de la Sociedad de Artes y Oficios de Pasadena. Greta se imaginó a los aficionados de la sociedad, con sus paletas de estilo www.lectulandia.com - Página 38

parisino, y tiró el folleto sin mirarlo más. Se sumió en su cuaderno de dibujo, pero no se le ocurría nada que dibujar. Una semana más tarde, Akiko volvió a llamar a su puerta y tendió a Greta otro folleto. —Lo siento —dijo, tapándose la boca con la mano—, pero pienso que le va a gustar. Greta no decidió asistir a una de las reuniones de la sociedad hasta que Akiko le entregó el tercer folleto. La sociedad tenía su sede en una casita en la ladera de una de las colinas que había en torno a Pasadena. La semana anterior, un puma, tan amarillo como un girasol, había saltado desde un pinar que había al final de la carretera y se había llevado al bebé de un vecino. En la reunión de la sociedad no se hablaba de otra cosa. Se prescindió del orden del día y se consideró pintar un mural con esa escena. —¡Lo titularemos La llegada del puma! —propuso alguien. —¿Y por qué no un mosaico? —propuso otro de los socios. La sociedad se componía, sobre todo, de mujeres, pero también había unos pocos hombres, casi todos los cuales llevaban boina. A medida que iban poniéndose de acuerdo para realizar un cuadro colectivo del puma y el bebé, que se regalaría a la biblioteca municipal de la ciudad el día de Año Nuevo, Greta se fue deslizando hacia el fondo de la sala. Tenía razón, después de todo. —¿Tú no participas? —le dijo uno de los hombres. Era Teddy Cross, que tenía la frente blanca y el cuello largo, siempre ladeado a la izquierda. Teddy Cross, que propuso a Greta dejar la reunión e ir a visitar su estudio de ceramista de Colorado Street, donde el horno consumía troncos de nogal día y noche. Teddy Cross, cuyo tobillo derecho se había vuelto más musculoso de lo normal a fuerza de darle al pedal de su torno de alfarero. Teddy Cross, que acabaría siendo su marido como consecuencia del baile de puesta de largo del Valley Hunt Club, y a quien vería morir antes del fin de la Gran Guerra. Teddy Cross fue el segundo hombre a quien Greta amó. Le quería por los jarrones de cuello delgado que moldeaba con arcilla blanca y vidrio molido. Y adoraba su rostro tranquilo y regordete, y su forma de abrir la boca cuando metía sus vasijas en el horno de vidriar. Teddy Cross era de Bakersfield, hijo de granjeros que cultivaban fresas, y una niñez de bizquear a causa del intenso sol había llenado de arrugas el entorno de sus ojos. Teddy Cross preguntaba mucho a Greta sobre Copenhague, sus canales y su rey, pero nunca hacía el menor comentario a lo que le decía. Sus párpados eran lo único que se movía de su rostro mientras escuchaba. Greta le dijo que en Copenhague había un gran pintor de paisajes que estaba enamorado de ella, pero Teddy no se inmutó. Nunca había ido más allá de Mojave y la única vez que había visto por dentro una de las elegantes mansiones del Orange Grove Boulevard fue cuando le encargaron los azulejos para decorar las chimeneas y los porches para dormir en verano. A Greta le encantaba salir con él, llevarlo a los pabellones levantados en pistas de www.lectulandia.com - Página 39

Comenzó a ponerse una bata de pintor, y siempre llevaba en el bolsillo delantero<br />

la nota que le había mandado Einar. Se sentaba en el mirador y se ponía a escribirle<br />

cartas, aunque la verdad es que casi nunca se le ocurría nada que decirle. No quería<br />

confesarle, por ejemplo, que no había pintado nada desde que se fue de Dinamarca. Y<br />

tampoco quería hablarle del tiempo, que era justo lo primero que a su madre se le<br />

ocurriría comentar. En lugar de esto, le contaba lo que haría en cuanto volviese a<br />

Copenhague. Lo primero, volver a matricularse en la Academia Real; luego, tratar de<br />

que exhibieran sus cuadros en la Exposición de Artistas Independientes; y,<br />

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cumpliera los diecinueve años. Durante su primer mes de vuelta en California, Greta<br />

iba dando un paseo a la oficina de correos de Colorado Street para echar sus cartas a<br />

Einar.<br />

—Puede que tarde en llegar —le decía el empleado a través de los barrotes de la<br />

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Y Greta le contestaba:<br />

—¡Ahora va a resultar que los alemanes también nos han echado a perder el<br />

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No podía seguir viviendo así, le dijo a una de las doncellas japonesas, Akiko, a<br />

quien siempre le goteaba la nariz. Akiko se inclinó y le trajo una camelia flotando en<br />

un cuenco de plata. Algo iba a tener que cambiar en su vida, se decía Greta, hirviendo<br />

de ira por dentro, aunque no estaba enfadada con nadie en concreto, como no fuese<br />

con el Kaiser. ¡Qué mala suerte: era la <strong>chica</strong> más libre de Copenhague, si no del<br />

mundo entero, y ahora, de pronto, aquel alemanote de mierda había echado a perder<br />

su vida! Una exiliada, eso es lo que era ahora. Estaba exiliada en California, donde<br />

los rosales llegaban a alcanzar tres metros de altura y los coyotes aullaban la noche<br />

entera en el cañón. Apenas se podía creer que se hubiese convertido en una de esas<br />

<strong>chica</strong>s que no hacen otra cosa en todo el día que esperar la llegada del cartero, y<br />

siempre lo mismo: un montón de sobres, y ninguno de Einar.<br />

Enviaba telegramas a su padre, pidiéndole permiso para volver a Dinamarca, y su<br />

respuesta era siempre la misma: «El mar ya no es seguro.» Exigía a su madre que la<br />

dejase ir a Stanford con Carlisle, pero le contestaba que para ella el único colegio<br />

posible era el de las Siete Hermanas, que estaba en el nivoso Este.<br />

—Me siento como si me estuviesen aplastando —le decía Greta a su madre.<br />

—Anda, no seas teatral —respondía la señora Waud, que estaba muy ocupada<br />

renovando el césped para el invierno y los macizos de amapolas.<br />

Un día Akiko llamó suavemente a la puerta del cuarto de Greta y, con la cabeza<br />

inclinada, le entregó un folleto.<br />

—Lo siento —dijo Akiko, y, sin más, se fue corriendo acompañada por el ruidoso<br />

repiqueteo de sus sandalias.<br />

El folleto anunciaba la siguiente reunión de la Sociedad de Artes y Oficios de<br />

Pasadena. Greta se imaginó a los aficionados de la sociedad, con sus paletas de estilo<br />

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