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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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en Dinamarca 1.467.000 cerdos y 726.000 ovejas. El número total de gallinas era de<br />

12.000.000. Greta leía estas cifras y luego se ponía a mirar por la ventana del arco. Se<br />

las aprendía de memoria, pensando que pronto le harían falta, aunque no sabía para<br />

qué. Y luego volvía a tratar de convencer a su madre:<br />

—Madre, ¿no puedo volver? ¡Me tienen sin cuidado los alemanes!<br />

Greta, que se sentía sola, solía dar largos paseos a lo largo del Arroyo Seco, por el<br />

cauce reseco donde los chorlitos se pasaban el día buscando agua. El arroyo estaba<br />

agotado en el otoño. <strong>La</strong> salvia, la mostaza, la lavándula y los lirios hediondos eran<br />

meros esqueletos de plantas, y los frutos de los árboles se habían secado en las ramas.<br />

El aire de California era tan reseco, que la piel de Greta se agrietaba; paseando por el<br />

cauce arenoso del arroyo, casi sentía el interior de su nariz crujir y sangrar. Una<br />

ardilla pasó a todo correr por delante de ella, atemorizada por la presencia de un<br />

halcón que daba vueltas en el cielo. <strong>La</strong>s hojas de roble crujían agitadas por la brisa.<br />

Greta pensaba en las calles estrechas de Copenhague, cuyos edificios, como<br />

inclinados sobre ellas, parecían viejos cargados de espaldas que dudaban si cruzarlas<br />

a causa del tráfico. Y pensaba en Einar Wegener, que ya estaba tan desdibujado en su<br />

memoria como un sueño.<br />

En Copenhague todo el mundo la conocía, pero nadie esperaba nada de ella. Era<br />

más exótica que la lavandera cantonesa de pelo negro que había recorrido medio<br />

mundo desde Cantón y ahora trabajaba en una de las tiendecitas de Istedgade. En<br />

Copenhague se la respetaba se comportase como se comportase, de la misma manera<br />

que los daneses toleraban a las docenas de condesas excéntricas que hacían costura<br />

interminablemente en sus casonas cubiertas de musgo. En California, sin embargo,<br />

había vuelto a ser la señorita Greta Waud, hermana gemela de Carlisle y heredera de<br />

naranjales. Todo el mundo se volvía para mirarla al pasar. En todo el condado de Los<br />

Angeles no había ni siquiera diez hombres con la posición necesaria para casarse con<br />

ella. Todo el mundo sabía que acabaría mudándose a la casa de estilo italiano que<br />

había al otro lado del Arroyo Seco. Una casa cuyas habitaciones de los niños y<br />

cuartos de jugar ella llenaría de criaturas.<br />

—Ya no hay necesidad de esperar —le dijo su madre la primera semana que<br />

estuvieron de nuevo en California—; no olvidemos que acabas de cumplir dieciocho<br />

años.<br />

Y, naturalmente, a nadie se le había olvidado allí lo del carro de la carnicería.<br />

Ahora lo conducía un chico distinto por el mismo recorrido, pero cada vez que se<br />

paraba ante su puerta de servicio, la casa entera se llenaba de embarazo por un breve<br />

instante.<br />

El cojo Carlisle, al que siempre le había dolido la pierna en Dinamarca a causa<br />

del clima, se preparaba para ingresar en Stanford, y ésta fue la primera vez que Greta<br />

sintió envidia de él, porque se le permitía cruzar cojeando el patio arenoso para<br />

estudiar bajo el sol claro y reluciente de Palo Alto, mientras ella tenía que<br />

conformarse con sentarse en el mirador con su cuaderno de dibujo en el regazo.<br />

www.lectulandia.com - Página 37

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