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—Einar, ¿qué hay para comer?<br />
Era mediodía, y Hans sabía que no había nadie en la granja, excepto el padre de<br />
Einar, seguramente dormido en su cama.<br />
Hans ya había empezado a crecer. Tenía quince años y su cuerpo había adquirido<br />
las proporciones debidas en relación con su cabeza. En su garganta había un esbozo<br />
de nuez y era mucho más alto que Einar, que a los trece años seguía siendo bajo.<br />
Hans le dio un empujoncito en dirección a la casa, y, ya en la cocina, se sentó a la<br />
cabecera de la mesa y se puso una servilleta al cuello. Einar jamás había preparado la<br />
comida en su vida, y permanecía de pie mirando inexpresivamente el fogón. Hans se<br />
limitó a decirle en voz baja:<br />
—Mira, enciendes el fuego. Pones agua a hervir. Y echas al puchero unas pocas<br />
patatas y un pedazo de carne de carnero. —Luego, con una voz repentinamente<br />
apacible añadió—: ¡Es un juego, hombre!<br />
Hans encontró el delantal de algodón de la abuela de Einar colgando lacio junto al<br />
fogón. Se acercó a Einar y se lo sujetó cuidadosamente en torno a la cintura. Luego le<br />
tocó en el cuello, como si tratara de apartar una mata rebelde de pelo, y dijo:<br />
—¿Nunca has jugado a esto?<br />
<strong>La</strong> voz de Hans era ahora un susurro cálido y acariciante; hablaba con la boca<br />
pegada a la oreja de su amigo y le clavaba en el cuello las mordisqueadas uñas.<br />
Luego le apretó más todavía el delantal y Einar tuvo que respirar hondo; justo cuando<br />
se llenaba los pulmones con una aspiración perpleja y anhelante, su padre entró<br />
andando torpemente en la cocina, con los ojos abiertos de par en par y la boca<br />
convertida en una O mayúscula.<br />
Einar sintió que el delantal le caía a los pies.<br />
—¡Deja en paz al chico!<br />
Su padre amenazaba a Hans levantando el bastón.<br />
<strong>La</strong> puerta se cerró de golpe, y la cocina quedó medio a oscuras y pareció más<br />
pequeña. Einar oía las botas de Hans chapotear en el barro en dirección al pantano. Y<br />
oía también el resoplar del aliento de su padre. Finalmente, sintió el golpe de su puño<br />
al caer sobre su mejilla. Del otro lado del páramo y de los charcos de los renacuajos,<br />
más allá de la turbera, llegó a sus oídos, en alas de la tarde, la voz de Hans cantando<br />
una cancioncilla:<br />
Érase una vez un viejo que vivía en un páramo,<br />
con su bonito hijito y su perezoso perrito.<br />
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