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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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de Berlín. Tenía forma de submarino, y le encantaba hacerla volar tan alto como<br />

podía. Se echaba sobre la alfalfa y miraba cómo su cometa flotaba por encima del<br />

pantano, con el carrete de cordel bien sujeto entre las rodillas.<br />

—El Kaiser tiene una igual —decía a menudo con una brizna de hierba entre los<br />

labios.<br />

Hans trató de enseñar a Einar a hacer volar la cometa, pero Einar jamás aprendió<br />

a encauzarla en la corriente de aire apropiada. Una y otra vez, quedaba atrapada en<br />

una columna de brisa y enseguida caía aparatosamente al suelo. Y, cada vez que<br />

ocurría esto, Hans daba un pequeño respingo al ver que su cometa se estrellaba. Los<br />

chicos iban corriendo por ella, y Einar decía:<br />

—<strong>La</strong> verdad es que no sé lo que me pasa, Hans. Lo siento muchísimo, de veras,<br />

Hans.<br />

Pero Hans se limitaba a coger su cometa de entre la hierba, sacudirla para que se<br />

desprendieran los pétalos de las flores y decir:<br />

—Ya está como nueva.<br />

Lo cierto es que Einar nunca aprendió a hacer volar la cometa de su amigo; así<br />

siguieron las cosas hasta que un día en que los dos estaban echados de espaldas sobre<br />

la hierba, Hans dijo:<br />

—Mira, vamos a ver, tú la guías.<br />

Puso el carrete de cordel entre las rodillas de Einar y volvió a acomodarse sobre<br />

el campo. Einar sentía las ondulaciones del terreno debajo de él. Cada vez que tiraba<br />

del cordel, el carrete giraba y su espalda se arqueaba.<br />

—Así, así —le decía Hans—, guíala con las rodillas.<br />

Y Einar fue acostumbrándose más y más a manejar el carrete, mientras la cometa<br />

giraba y se levantaba como un pajarito. Los chicos gritaban, el sol les quemaba la<br />

nariz, Hans le hacía cosquillas a Einar en la tripa con una rama. Su rostro estaba tan<br />

cercano al de Hans, que sentía su aliento a través de la hierba. A Einar le gustaba<br />

echarse tan cerca de Hans que las rodillas de ambos se tocasen, y en esos momentos<br />

Hans parecía dispuesto a cualquier cosa. Einar se acercó más aún a su mejor amigo y<br />

el único jirón de nube que había en el cielo se deshizo y se alejó y dejó que el sol<br />

cayese de lleno sobre los rostros de los dos chicos. Y justo en el momento en que<br />

Einar acercaba más su rodilla a la de Hans, una fuerte ráfaga de viento levantó la<br />

cometa y el carrete voló de entre las rodillas de Einar. Los chicos vieron cómo la<br />

cometa submarino se levantaba sobre los olmos para acabar cayendo en el centro del<br />

pantano, que se la tragó entera como si fuese de piedra.<br />

—¡Hans…! —dijo Einar.<br />

—No importa —respondió Hans con un susurro desconcertado—, pero no se te<br />

ocurra decírselo a mi madre.<br />

Un día del verano anterior a la muerte de su padre, Einar jugaba con Hans en la<br />

turbera de su abuela levantando la turba con las botas. Hacía calor y ya llevaban casi<br />

toda la mañana en los campos. De pronto, Hans tocó a Einar en la muñeca y le dijo:<br />

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