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modo.<br />
Einar descansaba allí y sentía el tenue calor que exhalaban los huesos de su padre,<br />
cuyas costillas se traslucían a través del camisón. <strong>La</strong>s venas verdes de su garganta<br />
latían de agotamiento. Einar cogía la mano de su padre y la tenía entre las suyas hasta<br />
que su abuela, de cuerpo pequeño y rectangular, se asomaba por la puerta y le decía<br />
que se fuera.<br />
—Lo único que conseguirás es ponerle peor —le decía.<br />
Estaba demasiado ocupada con los campos, y con los vecinos que la visitaban<br />
para manifestarle su compasión, para cuidar de Einar.<br />
Y sin embargo, a pesar de su admiración, Einar también sentía rencor hacia su<br />
padre, y a veces lo maldecía cuando trabajaba en el pantano cortando turba con la<br />
azada. En la mesilla de noche que había al lado del lecho del enfermo se veía un<br />
daguerrotipo ovalado de la madre de Einar, con el pelo recogido en una corona en<br />
torno a la cabeza y los ojos plateados. Siempre que Einar lo cogía para mirarlo, su<br />
padre se lo quitaba y le decía:<br />
—No la molestes.<br />
Enfrente de la cama estaba el armario ropero de fresno donde la ropa seguía<br />
esperando, exactamente igual que la había dejado su madre el día en que lo trajo al<br />
mundo. Un cajón lleno de faldas de fieltro con piedrecitas cosidas en el dobladillo<br />
para que el viento no las levantase; un cajón lleno de ropa interior de lana, gris como<br />
el cielo; y, en las perchas, unos pocos vestidos de tela de gabardina con mangas de<br />
fantasía; su vestido de novia, ya amarillo, estaba envuelto en una gasa que se<br />
desgarraba con solo tocarla. Había una bolsa que se cerraba con cintas y resonaba de<br />
cuentas de ámbar, y tenía también un pequeño alfiler de camafeo y un pequeño<br />
diamante engastado en plata.<br />
De vez en cuando, sintiéndose de pronto lleno de inesperada vitalidad, su padre<br />
salía de la granja. Un día, cuando volvía de pasar una hora charlando con un vecino<br />
en la cocina de su casa, encontró a Einar, que era bajo para sus siete años, hurgando<br />
en los cajones, con el collar de cuentas de ámbar enrollado en torno al cuello y una<br />
bufanda amarilla envolviéndole la cabeza, como si fuera una larga, bella cabellera. El<br />
rostro de su padre se puso rojo al ver esto, y sus ojos parecieron hundírsele cuencas<br />
adentro. Einar oía el airado resuello del aliento en la garganta de su padre.<br />
—¡No puedes hacer eso! —le dijo—. ¡Los niños no pueden hacer esas cosas!<br />
Y el pequeño Einar respondió:<br />
—¿Y por qué no?<br />
Su padre murió cuando tenía catorce años. Los enterradores cobraron diez<br />
coronas extra por cavar una tumba lo bastante grande para que cupiera en ella el<br />
ataúd, y su abuela, que aquellas alturas ya había enterrado a todos sus hijos, dio a<br />
Einar un librito de notas con cubierta de peltre.<br />
—Escribe tus pensamientos en este librito —le dijo.<br />
<strong>La</strong> cara de su abuela era plana y redonda como un platillo; aquel rostro mostraba<br />
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