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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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modo.<br />

Einar descansaba allí y sentía el tenue calor que exhalaban los huesos de su padre,<br />

cuyas costillas se traslucían a través del camisón. <strong>La</strong>s venas verdes de su garganta<br />

latían de agotamiento. Einar cogía la mano de su padre y la tenía entre las suyas hasta<br />

que su abuela, de cuerpo pequeño y rectangular, se asomaba por la puerta y le decía<br />

que se fuera.<br />

—Lo único que conseguirás es ponerle peor —le decía.<br />

Estaba demasiado ocupada con los campos, y con los vecinos que la visitaban<br />

para manifestarle su compasión, para cuidar de Einar.<br />

Y sin embargo, a pesar de su admiración, Einar también sentía rencor hacia su<br />

padre, y a veces lo maldecía cuando trabajaba en el pantano cortando turba con la<br />

azada. En la mesilla de noche que había al lado del lecho del enfermo se veía un<br />

daguerrotipo ovalado de la madre de Einar, con el pelo recogido en una corona en<br />

torno a la cabeza y los ojos plateados. Siempre que Einar lo cogía para mirarlo, su<br />

padre se lo quitaba y le decía:<br />

—No la molestes.<br />

Enfrente de la cama estaba el armario ropero de fresno donde la ropa seguía<br />

esperando, exactamente igual que la había dejado su madre el día en que lo trajo al<br />

mundo. Un cajón lleno de faldas de fieltro con piedrecitas cosidas en el dobladillo<br />

para que el viento no las levantase; un cajón lleno de ropa interior de lana, gris como<br />

el cielo; y, en las perchas, unos pocos vestidos de tela de gabardina con mangas de<br />

fantasía; su vestido de novia, ya amarillo, estaba envuelto en una gasa que se<br />

desgarraba con solo tocarla. Había una bolsa que se cerraba con cintas y resonaba de<br />

cuentas de ámbar, y tenía también un pequeño alfiler de camafeo y un pequeño<br />

diamante engastado en plata.<br />

De vez en cuando, sintiéndose de pronto lleno de inesperada vitalidad, su padre<br />

salía de la granja. Un día, cuando volvía de pasar una hora charlando con un vecino<br />

en la cocina de su casa, encontró a Einar, que era bajo para sus siete años, hurgando<br />

en los cajones, con el collar de cuentas de ámbar enrollado en torno al cuello y una<br />

bufanda amarilla envolviéndole la cabeza, como si fuera una larga, bella cabellera. El<br />

rostro de su padre se puso rojo al ver esto, y sus ojos parecieron hundírsele cuencas<br />

adentro. Einar oía el airado resuello del aliento en la garganta de su padre.<br />

—¡No puedes hacer eso! —le dijo—. ¡Los niños no pueden hacer esas cosas!<br />

Y el pequeño Einar respondió:<br />

—¿Y por qué no?<br />

Su padre murió cuando tenía catorce años. Los enterradores cobraron diez<br />

coronas extra por cavar una tumba lo bastante grande para que cupiera en ella el<br />

ataúd, y su abuela, que aquellas alturas ya había enterrado a todos sus hijos, dio a<br />

Einar un librito de notas con cubierta de peltre.<br />

—Escribe tus pensamientos en este librito —le dijo.<br />

<strong>La</strong> cara de su abuela era plana y redonda como un platillo; aquel rostro mostraba<br />

www.lectulandia.com - Página 31

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