La chica danesa
Una novela de David Ebershoff Una novela de David Ebershoff
enqueando, a su zaga. En el cementerio había una cruz de madera donde ponía WEGENER. —Es su padre —explicó Hans. Una tumba cubierta de hierba a la sombra de un aliso rojo. El cementerio estaba al lado de una iglesia enjalbegada y el terreno era desigual, y pedregoso, y el sol quemaba el rocío del centeno, lo que impregnaba el aire de un olor dulce. —Tengo sus cuadros —dijo ella. —Consérvalos —respondió Hans, cuya mano seguía sobre su espalda. —¿Cómo era de niño? —Era un chico pequeño, con un secreto. Eso es todo. No se diferenciaba en nada de los demás. El sol estaba alto y no había nubes, y el viento corría entre las hojas del aliso rojo. Greta dejó de pensar en el pasado y en el futuro. El verano en Jutlandia, nada distinto del verano de los días de la juventud de Einar, de los días en que era, sin duda, un chico contento y a la vez triste. Y ella había vuelto a su casa sin él. Greta Waud, alta en medio de la hierba, cuya sombra se proyectaba sobre las tumbas, había vuelto a su casa sin él. Durante el viaje de vuelta a Copenhague, Hans dijo: —¿Y qué me dices de California? ¿Sigue en pie que vamos? Los doce cilindros del Horch funcionaban llenos de potencia, y Greta sentía su vibración en la piel. El sol relucía y la capota estaba bajada; un pedacito de papel daba vueltas en torno a los tobillos de Greta. —¿Qué dices? —gritó, sujetándose el pelo con una mano. —Que si vamos a California juntos. Y justo mientras el viento se apresuraba a su alrededor y le levantaba el pelo y el vestido, y se llevaba de allí el pedacito de papel, los pensamientos de Greta comenzaron a arremolinarse caóticamente en su cabeza: su pequeña habitación de Pasadena y la ventana de arco que daba a los rosales; la casita que estaba al borde del Arroyo Seco, ocupada ahora por inquilinos, un matrimonio y un niño pequeño; las ventanas ciegas del viejo estudio de alfarero de Teddy Cross en Colorado Street, transformado después del incendio en una imprenta; los miembros de la Sociedad de Artes y Oficios de Pasadena, con sus boinas de fieltro. ¿Cómo iba a poder volver a eso? Pero había más cosas en su cabeza, y entonces pensó en el patio musgoso de la casita, donde, a la luz que se filtraba a través de las hojas del aguacate, pintó su primer retrato de Teddy Cross; y las pequeñas casas que Carlisle estaba construyendo en las calles que salían del California Boulevard, donde se instalaban parejas de recién casados de Illinois; y las plantaciones de naranjas. Greta miró al cielo, cuyo azul pálido le recordaba los platos antiguos que colgaban de la pared del comedor pequeño de la baronesa. Corría junio, y en Pasadena el centeno estaría ya agostado, y las palmeras tendrían las hojas frágiles, y ya las doncellas habrían llevado las tumbonas a los porches. Había un porche en la parte trasera de la casa; sus persianas www.lectulandia.com - Página 242
tenían goznes, y ella, de niña, solía abrirlos y mirar hacia fuera, a través del Arroyo Seco, hasta las colinas de Linda Vista, y solía dibujar la vista ondulada y de un color verde seco de Pasadena. Se imaginó desempaquetando los colores y montando el caballete en el porche y pintando de nuevo esa vista: el gris pardusco indistinto de los eucaliptos, el verde polvoriento de los troncos de los cipreses, el relucir de estuco rosa de una casona de estilo italiano asomando entre las adelfas, el gris de una baranda de cemento dominando todo aquel panorama. —Vamos —dijo Greta. —¿Cómo dices? —preguntó Hans a través del viento. —Te encantará. El resto del mundo te parecerá muy lejano. Greta alargó el brazo y cogió el muslo de Hans. A esto se reducía todo: Hans vendría ahora a Pasadena, y ella, al pensarlo, se dio cuenta de que allí nadie comprendería del todo lo que le había ocurrido. Las chicas del club, que ahora, sin duda, estarían ya casadas, con hijos que se habrían apuntado a los grupos de tenis del club, no sabrían nada, o casi nada, sobre ella, excepto, quizás, que había vuelto a casa con un barón danés. Ya se imaginaba Greta el cotilleo: «Pobre Greta Waud. Otra vez viuda. Lo último que le ocurrió ha sido bastante misterioso. Una especie de pintor. Tengo entendido que murió de una forma algo rara, en Alemania, creo. Pero eso no tiene lo que se dice ninguna importancia. Porque, fijaos, ahora vuelve, y esta vez con un barón. Sí, justo, la señorita enemiga de las convenciones sociales vuelve a Pasadena, y en cuanto se case con su novio se convertirá en toda una baronesa.» Esto era sólo una parte de lo que ahora le esperaba a Greta, pero, así y todo, se consolaba pensando que volvía a casa. Su mano descansaba sobre el muslo de Hans, y éste le sonreía, con los nudillos blancos en torno al volante del Horch, que ahora volvía a Copenhague. Allí le esperaba una carta de Carlisle. Después de leerla, Greta la guardó en el bolsillo lateral de una de las maletas que estaba preparando para el viaje. Eran muchísimas las cosas que tenía que llevarse a casa: sus pinceles y docenas de cuadernos de apuntes y esbozos de Lili. Era típico de Carlisle no enviarle muchas noticias: la operación había durado más de lo que Bolk pensaba, casi un día entero. Lili descansaba, durmiendo, como consecuencia de las inyecciones de morfina que todavía le daban. «Tendré que quedarme en Dresde más de lo que había pensado», escribía Carlisle. Varias semanas más. «Su restablecimiento llevará más tiempo de lo que pensábamos. El progreso ha sido lento hasta ahora. El profesor es muy amable. Te envía saludos y dice que no está preocupado por Lili, y si él no está preocupado, me imagino que tampoco debiéramos estarlo nosotros, ¿no te parece?» Una semana después, Greta Waud y Hans Axgil tomaron el avión de la Deutsche Aero-Lloyd para la primera etapa de su viaje a Pasadena. Primero volarían a Berlín, y de allí a Southampton, donde cogerían el barco. El avión, reflejando el día soleado, estaba esperando en el aeródromo de Amager. Greta estaba con Hans, viendo los www.lectulandia.com - Página 243
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Seco, hasta las colinas de Linda Vista, y solía dibujar la vista ondulada y de un color<br />
verde seco de Pasadena. Se imaginó desempaquetando los colores y montando el<br />
caballete en el porche y pintando de nuevo esa vista: el gris pardusco indistinto de los<br />
eucaliptos, el verde polvoriento de los troncos de los cipreses, el relucir de estuco<br />
rosa de una casona de estilo italiano asomando entre las adelfas, el gris de una<br />
baranda de cemento dominando todo aquel panorama.<br />
—Vamos —dijo Greta.<br />
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—Te encantará. El resto del mundo te parecerá muy lejano.<br />
Greta alargó el brazo y cogió el muslo de Hans. A esto se reducía todo: Hans<br />
vendría ahora a Pasadena, y ella, al pensarlo, se dio cuenta de que allí nadie<br />
comprendería del todo lo que le había ocurrido. <strong>La</strong>s <strong>chica</strong>s del club, que ahora, sin<br />
duda, estarían ya casadas, con hijos que se habrían apuntado a los grupos de tenis del<br />
club, no sabrían nada, o casi nada, sobre ella, excepto, quizás, que había vuelto a casa<br />
con un barón danés. Ya se imaginaba Greta el cotilleo: «Pobre Greta Waud. Otra vez<br />
viuda. Lo último que le ocurrió ha sido bastante misterioso. Una especie de pintor.<br />
Tengo entendido que murió de una forma algo rara, en Alemania, creo. Pero eso no<br />
tiene lo que se dice ninguna importancia. Porque, fijaos, ahora vuelve, y esta vez con<br />
un barón. Sí, justo, la señorita enemiga de las convenciones sociales vuelve a<br />
Pasadena, y en cuanto se case con su novio se convertirá en toda una baronesa.»<br />
Esto era sólo una parte de lo que ahora le esperaba a Greta, pero, así y todo, se<br />
consolaba pensando que volvía a casa. Su mano descansaba sobre el muslo de Hans,<br />
y éste le sonreía, con los nudillos blancos en torno al volante del Horch, que ahora<br />
volvía a Copenhague. Allí le esperaba una carta de Carlisle. Después de leerla, Greta<br />
la guardó en el bolsillo lateral de una de las maletas que estaba preparando para el<br />
viaje. Eran muchísimas las cosas que tenía que llevarse a casa: sus pinceles y docenas<br />
de cuadernos de apuntes y esbozos de Lili. Era típico de Carlisle no enviarle muchas<br />
noticias: la operación había durado más de lo que Bolk pensaba, casi un día entero.<br />
Lili descansaba, durmiendo, como consecuencia de las inyecciones de morfina que<br />
todavía le daban. «Tendré que quedarme en Dresde más de lo que había pensado»,<br />
escribía Carlisle. Varias semanas más. «Su restablecimiento llevará más tiempo de lo<br />
que pensábamos. El progreso ha sido lento hasta ahora. El profesor es muy amable.<br />
Te envía saludos y dice que no está preocupado por Lili, y si él no está preocupado,<br />
me imagino que tampoco debiéramos estarlo nosotros, ¿no te parece?»<br />
Una semana después, Greta Waud y Hans Axgil tomaron el avión de la Deutsche<br />
Aero-Lloyd para la primera etapa de su viaje a Pasadena. Primero volarían a Berlín, y<br />
de allí a Southampton, donde cogerían el barco. El avión, reflejando el día soleado,<br />
estaba esperando en el aeródromo de Amager. Greta estaba con Hans, viendo los<br />
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