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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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vestíbulo, iluminado por la luz única de un aplique situado en lo alto de la escalera. Y<br />

se imaginó también su frente apretada contra la puerta.<br />

—No, nada por el momento —dijo.<br />

Y todo quedó en silencio, sólo las ranas hacían coro en sus charcos de turba, y las<br />

lechuzas en los olmos.<br />

—Muy bien, de acuerdo —dijo Hans, y Greta casi no le oyó retirarse a su<br />

habitación, con los pies descalzos contra la alfombra. Todo llegaría, se dijo ella, cada<br />

cosa a su tiempo.<br />

Al día siguiente, Greta conoció a la baronesa Axgil durante el desayuno en el<br />

comedor pequeño. <strong>La</strong> habitación daba al pantano, que relucía entre los árboles. En la<br />

habitación había tiestos de helechos sobre trípodes de hierro, y una colección de<br />

platos de porcelana azules y blancos colgaba de la pared. <strong>La</strong> baronesa Axgil era alta y<br />

delgada, macilenta, y sus manos estaban surcadas por venillas como de goma. Su<br />

cabeza estaba sujeta firmemente al cuello por gruesos tendones. Su pelo blanco<br />

estaba peinado hacia atrás y sesgaba sus ojos. <strong>La</strong> baronesa estaba sentada a la<br />

cabecera de la mesa, Hans enfrente de ella, y Greta en medio. El criado sirvió salmón<br />

ahumado, huevos duros y triángulos de pan con mantequilla. <strong>La</strong> baronesa Axgil se<br />

limitó a decir:<br />

—Mucho me temo que no recuerdo a ningún Einar Wegener. ¿Con uve doble<br />

decís que se escribe? Son muchos los chicos que pasaron por esta casa. ¿Tenía el pelo<br />

rojizo?<br />

—No, era castaño —dijo Hans.<br />

—Sí, castaño —replicó la baronesa, que había cogido a Eduardo IV en su regazo<br />

y estaba dándole pedazos de salmón—. Un buen chico, sin duda. ¿Cuánto tiempo<br />

hace que murió?<br />

—Cosa de un año —contestó Greta mirando a un extremo de la mesa del<br />

desayuno, que era redonda, y luego al otro: le recordaba otro comedor a la hora del<br />

desayuno en el otro extremo del mundo, donde todavía reinaba otra mujer que no era<br />

muy distinta de la baronesa.<br />

Más tarde, el mismo día, Hans llevó a Greta por un campo de musgo hasta una<br />

granja que tenía el tejado de barda y aleros de madera, y de cuya chimenea salía un<br />

poco de humo. Hans y Greta no se acercaron al patio, donde había gallinas en un<br />

corral y tres niños pequeños rascando el barro con palitos. Una mujer de pelo<br />

amarillo estaba en la puerta mirando al sol con los ojos entrecerrados vigilando a los<br />

niños, que eran dos chicos y una <strong>chica</strong>. Un pony estornudó en su redil y los niños se<br />

rieron, y el viejo Eduardo IV tembló contra la pierna de Greta.<br />

—No sé muy bien quiénes son —dijo Hans—, llevan ya tiempo aquí.<br />

—¿Piensas que nos dejará entrar si se lo pedimos, para echar una ojeada?<br />

—No, déjalo —dijo Hans, cuya mano se apoyó en la espalda de Greta, donde<br />

siguió durante todo el tiempo que tardaron en volver a la carretera cruzando el<br />

campo. <strong>La</strong>s largas briznas de hierba les acariciaban las piernas. Y Eduardo IV iba,<br />

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