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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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Una vez que estuvieron fuera de los límites de la ciudad, el Horch dorado con su<br />

capota blanca cerrada comenzó a correr por los campos. Los campos de centeno y de<br />

fleo y de cañuela estaban húmedos y doblados por la lluvia. Trébol rojo y blanco y<br />

alfalfa flanqueaban la carretera, doblados y chorreando. Y, más allá de los campos,<br />

había pequeños lagos, como hoyuelos en el paisaje.<br />

Durante el trayecto en ferry hasta Århus el mar estaba picado, y Hans y Greta<br />

estuvieron sentados en los asientos delanteros del Horch durante la travesía. El coche<br />

olía al pelaje húmedo de Eduardo IV, rizado por la lluvia. Hans y Greta no hablaban,<br />

y ella sintió el ruido que hacían las máquinas del ferry cuando puso la mano sobre el<br />

tablero del coche. Hans preguntó si quería un café y dijo que sí. Hans se llevó a<br />

Eduardo IV consigo, y cuando se vio sola en el coche pensó en el viaje que estaban<br />

realizando ahora Lili y Carlisle. En cosa de unas pocas horas probablemente estarían<br />

los dos instalándose en la habitación de la clínica, con la vista de los sauces en medio<br />

del césped que se extendía hasta el Elba. Greta pensó en el profesor Bolk, cuya faz<br />

había captado en un cuadro que no se había vendido; estaba enrollado detrás del<br />

armario ropero. Y cuando volviese a Copenhague, dentro de unos días, cuando<br />

terminase de pasar revista a los muebles y a la ropa y a los cuadros, se lo enviaría, se<br />

dijo Greta. Podía colgarlo detrás del pupitre de recepción de Frau Krebs, en un marco<br />

gris de madera. O bien en su despacho, sobre el sofá, adonde, en unos pocos años,<br />

otras mujeres desesperadas como Lili irían, sin duda, en peregrinación.<br />

Era ya de noche cuando llegaron a Bluetooth. <strong>La</strong> casa de ladrillo estaba oscura, la<br />

baronesa ya se había retirado a sus habitaciones, en el tercer piso. Un criado cargado<br />

de espaldas, con unos pocos mechones de pelo blanco y nariz respingona, llevó a<br />

Greta a una habitación con una cama cubierta con colcha de encaje. Encendió las<br />

lámparas y abrió las ventanas.<br />

—¿Le dan miedo las ranas? —preguntó.<br />

Ya se las oía, croando en el pantano.<br />

Cuando se fue el criado, Greta abrió las ventanas un poco más. <strong>La</strong> noche era<br />

clara, con la luna, reducida a la mitad, baja en el cielo, y Greta veía el pantano por un<br />

claro que había entre los fresnos y los olmos. Parecía casi como un campo húmedo, o<br />

como el gran prado de Pasadena empapado después de una lluvia de enero. Greta<br />

pensó en las lombrices que salían del fondo de la tierra después de una lluvia de<br />

invierno, en su manera de retorcerse sobre las losas de los caminos, tratando de<br />

salvarse de morir ahogadas. ¿Se había divertido realmente al cortarlas en dos con el<br />

cuchillo de la cocina para dárselas a Carlisle en una bandeja, bajo una tapadera de<br />

plata?<br />

<strong>La</strong>s cortinas eran de encaje azulado y colgaban hasta el suelo agitadas por el<br />

viento. Hans llamó a la puerta y dijo, sin abrir:<br />

—Mi habitación está al otro lado del vestíbulo, Greta, por si necesitas algo.<br />

Greta notó algo en su voz, sintió sus nudillos apretados contra la puerta, mientras<br />

la otra mano descansaba suavemente sobre el picaporte. Se lo imaginó en el<br />

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