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El día en que Lili y Carlisle salieron para Dresde cayó una tormenta de verano. Greta<br />
estaba en el apartamento, en la sala, regando la yedra del tiesto que había sobre la<br />
mesita estilo imperio. Sin sol, la habitación parecía gris, y Eduardo IV estaba<br />
dormido junto a su baúl. El marinero de abajo estaba en el mar, probablemente<br />
atrapado por la tormenta en aquel mismo momento; se oyó un trueno, y a<br />
continuación su mujer se echó a reír.<br />
Tenía gracia, se dijo Greta, cómo habían pasado los años, en su interminable<br />
repetición de amaneceres en Dinamarca, y, al otro lado del globo, de puestas de sol<br />
reventando contra el Arroyo Seco y las montañas de San Gabriel. Años en California<br />
y en Copenhague, años en París, años casada y no casada, y ahora, en la desierta Casa<br />
de las Viudas, rodeada de montones de equipaje cargado y cerrado. Lili y Carlisle<br />
llegarían a Dresde aquel día, a menos que la lluvia los demorase. Ayer, ella y Lili se<br />
habían dicho adiós en el muelle del ferry. Rodeadas de pasajeros que llevaban su<br />
equipaje o con sus perros en brazos, de ciclistas que subían sus bicicletas por la<br />
pasarela. Hans estaba allí, y Carlisle, y Greta, y Lili, y cientos de personas más, todos<br />
diciéndose adiós. Un grupo de escolares, capitaneados por su maestra. Hombrecitos<br />
delgados en busca de trabajo. Una condesa que pasaría un mes tomando los baños en<br />
Baden-baden. Y Greta y Lili, muy juntas, cogidas de las manos y olvidando a la gente<br />
que las rodeaba. Una vez más, Greta apartó de sí al resto del mundo, y lo único que<br />
veía, y lo único que sentía, se reducía a aquel círculo de intimidad en el que estaban<br />
solas ella y Lili, ella con su brazo en torno a la cintura de Lili. Se prometieron<br />
escribirse y Lili dijo que se cuidaría. Lili añadió, con voz casi inaudible, que las dos<br />
se volverían a ver en Norteamérica. Sí, sin duda, dijo Greta, aunque le costaba<br />
creerlo. Pero, así y todo, dijo que sí. Cuando se ponía a pensar en ello, un terrible<br />
escalofrío le subía espina dorsal arriba, por aquella espina dorsal llena del espíritu<br />
que había llevado a cabo la conquista del Oeste, porque se sentía, durante aquella<br />
despedida en el muelle, como si, de alguna manera, hubiese fracasado.<br />
Greta estaba esperando ahora a oír la bocina del coche de Hans. Fuera, las espiras<br />
y los tejados de pizarra estaban negros bajo la tormenta, la cúpula del Teatro Real era<br />
tan gris como peltre viejo. Y justo entonces oyó el bocinazo de Hans, que llegaba<br />
desde la calle, y cogió en sus brazos a Eduardo IV y apagó las luces y corrió<br />
pesadamente el cerrojo.<br />
<strong>La</strong> tormenta continuaba, y la carretera que salía de la ciudad, estaba resbaladiza.<br />
<strong>La</strong>s casas de apartamentos estaban manchadas de lluvia. El agua corría por las<br />
cunetas. Greta y Hans vieron a una mujer rechoncha en bicicleta, con el cuerpo<br />
golpeado por la lluvia, estrellarse contra la trasera del camión de una empresa. Greta<br />
se llevó las manos a la boca al ver los ojos de la mujer cerrarse, llenos de miedo.<br />
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