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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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asta con cerrar los ojos para verlo.<br />

Lili observó con atención los cuadros, el páramo rodeado de avellanos y tilos, y<br />

un gran roble que parecía crecer en torno a un peñasco. Conservaba un recuerdo,<br />

aunque no era suyo, de seguir a Hans por un sendero, y de que sus botas se llenaban<br />

de barro a medida que le seguía. Recordaba tirar al pantano cosas robadas de la<br />

cocina de su abuela y verlas hundirse en él para siempre: un plato, un cuenco de<br />

peltre, un delantal con cintas de algodón. Recordaba el trabajo de cortar la turba en<br />

bloques, y el de cavar en los campos. Y Eduardo I, un perrito muy pequeño, que<br />

resbaló un día de una roca cubierta de liquen y se ahogó en el agua negra.<br />

Greta seguía desplegando cuadros y sujetando sus extremos con frascos de<br />

pintura y con platillos de la cocina.<br />

—Ésta era su tierra —dijo, a cuatro patas y con el cabello sobre el rostro.<br />

Desenrollaba metódicamente cada lienzo y anclaba sus extremos, y luego lo encajaba<br />

en la cuadrícula que estaba formando: docenas y docenas de cuadritos de pequeño<br />

tamaño que constituían la mayor parte del trabajo como pintor de Einar.<br />

Lili la observaba. Greta concentraba su mirada en la punta de su nariz. Sus<br />

brazaletes tintineaban en torno a sus muñecas mientras desenrollaba los cuadros. El<br />

cuarto de estar de la Casa de las Viudas, con su ventanal que daba al norte, al sur y al<br />

oeste, se llenaba de los colores suaves de los cuadros de Einar: los grises y los<br />

blancos y los amarillos claros y el pardo del barro y el negro denso del páramo en<br />

medio de la noche.<br />

—Solía trabajar sin descanso, el día entero, y el siguiente, y el siguiente —dijo<br />

Greta. Su voz era suave y cuidadosa, y extraña.<br />

—¿Los puedes vender? —preguntó Lili.<br />

Greta se detuvo. Casi todo el suelo estaba ya lleno de cuadros y se puso en pie y<br />

buscó un sitio por donde pasar. Acabó arrinconándose contra la pared, junto a la<br />

estufa de pies de hierro.<br />

—¿Es que no los quieres?<br />

Algo le decía a Lili que cometía un error, pero a pesar de todo dijo:<br />

—No creo que a Henrik le gustasen. Tiene muchos cuadros allí. Le gustan cosas<br />

más modernas. Después de todo —añadió—, es Nueva York.<br />

Greta dijo:<br />

—Bueno se me ocurrió que a lo mejor los querrías. Unos cuantos, por lo menos.<br />

Cuando Lili cerraba los ojos, también veía el páramo, y la familia de perros<br />

blancos, y una abuela que estaba siempre vigilando la estufa, y a Hans, echado sobre<br />

una roca curva moteada de mica, y luego, por extraño que pareciese, a la joven Greta<br />

en el vestíbulo color verdoso de la Academia Real de Arte, con un paquete de<br />

pinceles rojos nuevos en la mano. Y, en este recuerdo perdido, Greta le decía:<br />

«Encontré la tienda de pinturas.»<br />

—No es que no quiera esos cuadros —dijo Lili, cada vez más sorprendida de las<br />

cosas que decía aquel día, uno de los últimos que iba a pasar en la Casa de las Viudas<br />

www.lectulandia.com - Página 237

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