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asta con cerrar los ojos para verlo.<br />
Lili observó con atención los cuadros, el páramo rodeado de avellanos y tilos, y<br />
un gran roble que parecía crecer en torno a un peñasco. Conservaba un recuerdo,<br />
aunque no era suyo, de seguir a Hans por un sendero, y de que sus botas se llenaban<br />
de barro a medida que le seguía. Recordaba tirar al pantano cosas robadas de la<br />
cocina de su abuela y verlas hundirse en él para siempre: un plato, un cuenco de<br />
peltre, un delantal con cintas de algodón. Recordaba el trabajo de cortar la turba en<br />
bloques, y el de cavar en los campos. Y Eduardo I, un perrito muy pequeño, que<br />
resbaló un día de una roca cubierta de liquen y se ahogó en el agua negra.<br />
Greta seguía desplegando cuadros y sujetando sus extremos con frascos de<br />
pintura y con platillos de la cocina.<br />
—Ésta era su tierra —dijo, a cuatro patas y con el cabello sobre el rostro.<br />
Desenrollaba metódicamente cada lienzo y anclaba sus extremos, y luego lo encajaba<br />
en la cuadrícula que estaba formando: docenas y docenas de cuadritos de pequeño<br />
tamaño que constituían la mayor parte del trabajo como pintor de Einar.<br />
Lili la observaba. Greta concentraba su mirada en la punta de su nariz. Sus<br />
brazaletes tintineaban en torno a sus muñecas mientras desenrollaba los cuadros. El<br />
cuarto de estar de la Casa de las Viudas, con su ventanal que daba al norte, al sur y al<br />
oeste, se llenaba de los colores suaves de los cuadros de Einar: los grises y los<br />
blancos y los amarillos claros y el pardo del barro y el negro denso del páramo en<br />
medio de la noche.<br />
—Solía trabajar sin descanso, el día entero, y el siguiente, y el siguiente —dijo<br />
Greta. Su voz era suave y cuidadosa, y extraña.<br />
—¿Los puedes vender? —preguntó Lili.<br />
Greta se detuvo. Casi todo el suelo estaba ya lleno de cuadros y se puso en pie y<br />
buscó un sitio por donde pasar. Acabó arrinconándose contra la pared, junto a la<br />
estufa de pies de hierro.<br />
—¿Es que no los quieres?<br />
Algo le decía a Lili que cometía un error, pero a pesar de todo dijo:<br />
—No creo que a Henrik le gustasen. Tiene muchos cuadros allí. Le gustan cosas<br />
más modernas. Después de todo —añadió—, es Nueva York.<br />
Greta dijo:<br />
—Bueno se me ocurrió que a lo mejor los querrías. Unos cuantos, por lo menos.<br />
Cuando Lili cerraba los ojos, también veía el páramo, y la familia de perros<br />
blancos, y una abuela que estaba siempre vigilando la estufa, y a Hans, echado sobre<br />
una roca curva moteada de mica, y luego, por extraño que pareciese, a la joven Greta<br />
en el vestíbulo color verdoso de la Academia Real de Arte, con un paquete de<br />
pinceles rojos nuevos en la mano. Y, en este recuerdo perdido, Greta le decía:<br />
«Encontré la tienda de pinturas.»<br />
—No es que no quiera esos cuadros —dijo Lili, cada vez más sorprendida de las<br />
cosas que decía aquel día, uno de los últimos que iba a pasar en la Casa de las Viudas<br />
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