La chica danesa
Una novela de David Ebershoff Una novela de David Ebershoff
siempre hay entre dos personas que están casadas de verdad. —No era yo, erais tú y Einar. —Sí, ya sé que era Einar, pero en realidad éramos tú y yo. Lili comprendió. Recordaba muy bien lo que sentía cuando estaba enamorada de Greta. Recordaba también lo que era preguntarse, como pensando en otra cosa, cuándo volvería a aparecer Greta por la puerta. Y recordaba el leve y delicado peso de la fotografía de Greta en el bolsillo del pecho de la camisa de Einar. —Estoy haciendo lo que puedo por acostumbrarme a tantos cambios —dijo Greta. Tan bajo hablaba, que Lili apenas podía oírla. La bocina de un coche resonó en la calle, y a continuación se oyó un chirrido de frenos, y luego se hizo el silencio. Sin duda, acababa de evitarse un accidente, por los mismísimos pelos, en la calle, delante de la Casa de las Viudas: dos relucientes parachoques cromados habían estado a punto de chocar, bajo el sol de Copenhague, que ahora se levantaba, y seguiría así, arriba, hasta muy entrada la noche. —¿Dónde pensáis casaros? —preguntó Greta. —En Nueva York. —¿Nueva York? —Greta estaba en la pila, frotándose las uñas con un cepillito para quitarse la pintura. Y añadió—: Ya. Abajo, el marinero comenzó a llamar a su mujer: —¡Estoy en casa! —gritaba. —Pero hay una cosa que quiero hacer antes —dijo Lili. A medida que iba avanzando la mañana, el calor crecía también en el apartamento. El moño comenzaba a pesarle a Lili, el escote en pico del vestido blanco se le pegaba al pecho. El Nationaltidende había profetizado un calor sin precedentes, y Lili se sentía complacida y disgustada por ello al mismo tiempo. —Quiero volver a Dresde —dijo Lili. —¿Para qué? —Para la última operación. Y entonces sí que vio una reacción en la cara de Greta: las ventanillas de la nariz se le levantaron de pronto, los párpados se le cerraron de despecho, las mejillas casi le ardieron. —De sobra sabes que esa idea no me gusta nada. —Pero a mí sí. —Pero, Lili…, el profesor Bolk es…, sí, de acuerdo, es un buen médico, pero ni siquiera él puede hacer una cosa así. Nadie puede hacerla. Pensé que nos habíamos puesto de acuerdo sobre ello el año pasado. —Estoy decidida —dijo Lili—. Pero, Greta, ¿es que no lo entiendes? Quiero tener hijos con mi marido. El sol se reflejaba ahora en la cúpula del Teatro Real. Lili Elbe y Greta, que volvía a llamarse Greta Waud, estaban solas en el apartamento. Su perro, Eduardo IV, www.lectulandia.com - Página 232
dormía al pie del armario ropero; estaba artrítico, y sus funciones corporales eran inestables. Lili había empezado a sugerir que había llegado el momento de sacrificarlo, pero Greta protestaba casi con lágrimas en los ojos. —El profesor Bolk sabe lo que se hace —dijo Lili. —No le creo. —Pues yo sí. —No es posible embarazar a un hombre. Y eso es lo que te promete que hará contigo. Nunca se conseguirá. Ni contigo ni con nadie. Eso es algo que jamás será posible. Eso, a Lili, la irritó. La protesta de Greta la hirió en lo más hondo, y sus ojos se humedecieron. —Tampoco creía nadie que a un hombre se lo pudiera convertir en mujer, ¿no es así? ¿Quién habría creído que tal cosa fuese posible? Nadie, sólo tú y yo. Tú y yo lo creímos, y ahora fíjate en mí. Ocurrió porque sabíamos que podía ocurrir. Lili lloraba al decir esto. Que Greta le llevase la contraria la disgustaba profundamente. —¿Me prometes que lo pensarás un poco más, Lili? —Ya lo he pensado. —No, piénsalo más. Piénsalo a fondo. Lili no dijo nada. Tenía el rostro apoyado en la ventana. Del piso de abajo llegó el sonido de pisadas de botas; luego se oyó el chillido de un fonógrafo. —Estoy preocupada —dijo Greta—. Preocupada por ti. A medida que la luz del sol avanzaba sobre el parqué, y en la calle resonaba otra bocina de automóvil, y el marinero seguía llamando a gritos a su mujer, Lili sentía que algo se afirmaba en su interior. Greta ya no podía decirle lo que tenía que hacer. El cuadro estaba terminado, y Greta se volvió para enseñárselo. El dobladillo era como gasa contra las piernas, y el ramillete de rosas parecía milagrosamente florecido en su regazo. «Ojalá fuese yo la mitad de bella que ella», pensó Lili. Y, de pronto, se le ocurrió enviar el cuadro a Henrik como regalo de boda. —El profesor Bolk me espera la semana que viene —dijo Lili. Le volvía el dolor, y se miró el reloj de pulsera. ¿Habían pasado ya ocho horas desde que se tomó la píldora anterior? Comenzó a hurgar en el bolso en busca de la cajita de esmalte. —El profesor y Frau Krebs saben ya que voy a volver, y me tienen preparada habitación —dijo mientras abría los cajones de la cocina, buscando la cajita. Era terrible lo rápidamente que volvía a veces el dolor; a partir de nada, hasta llegar a ser violento, y sólo en unos pocos minutos. Era como la vuelta de un espíritu maligno. —¿Has visto la cajita de mis píldoras? —preguntó Lili—. Pensaba que estaría en mi bolso. O a lo mejor en el alféizar. ¿La has visto, Greta? —Con el calor y el dolor, la respiración se le volvía jadeante. Añadió—: ¿Sabes dónde está? —Y enseguida, sin www.lectulandia.com - Página 233
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siempre hay entre dos personas que están casadas de verdad.<br />
—No era yo, erais tú y Einar.<br />
—Sí, ya sé que era Einar, pero en realidad éramos tú y yo.<br />
Lili comprendió. Recordaba muy bien lo que sentía cuando estaba enamorada de<br />
Greta. Recordaba también lo que era preguntarse, como pensando en otra cosa,<br />
cuándo volvería a aparecer Greta por la puerta. Y recordaba el leve y delicado peso<br />
de la fotografía de Greta en el bolsillo del pecho de la camisa de Einar.<br />
—Estoy haciendo lo que puedo por acostumbrarme a tantos cambios —dijo<br />
Greta.<br />
Tan bajo hablaba, que Lili apenas podía oírla. <strong>La</strong> bocina de un coche resonó en la<br />
calle, y a continuación se oyó un chirrido de frenos, y luego se hizo el silencio. Sin<br />
duda, acababa de evitarse un accidente, por los mismísimos pelos, en la calle, delante<br />
de la Casa de las Viudas: dos relucientes parachoques cromados habían estado a<br />
punto de chocar, bajo el sol de Copenhague, que ahora se levantaba, y seguiría así,<br />
arriba, hasta muy entrada la noche.<br />
—¿Dónde pensáis casaros? —preguntó Greta.<br />
—En Nueva York.<br />
—¿Nueva York? —Greta estaba en la pila, frotándose las uñas con un cepillito<br />
para quitarse la pintura. Y añadió—: Ya.<br />
Abajo, el marinero comenzó a llamar a su mujer:<br />
—¡Estoy en casa! —gritaba.<br />
—Pero hay una cosa que quiero hacer antes —dijo Lili.<br />
A medida que iba avanzando la mañana, el calor crecía también en el<br />
apartamento. El moño comenzaba a pesarle a Lili, el escote en pico del vestido<br />
blanco se le pegaba al pecho. El Nationaltidende había profetizado un calor sin<br />
precedentes, y Lili se sentía complacida y disgustada por ello al mismo tiempo.<br />
—Quiero volver a Dresde —dijo Lili.<br />
—¿Para qué?<br />
—Para la última operación.<br />
Y entonces sí que vio una reacción en la cara de Greta: las ventanillas de la nariz<br />
se le levantaron de pronto, los párpados se le cerraron de despecho, las mejillas casi<br />
le ardieron.<br />
—De sobra sabes que esa idea no me gusta nada.<br />
—Pero a mí sí.<br />
—Pero, Lili…, el profesor Bolk es…, sí, de acuerdo, es un buen médico, pero ni<br />
siquiera él puede hacer una cosa así. Nadie puede hacerla. Pensé que nos habíamos<br />
puesto de acuerdo sobre ello el año pasado.<br />
—Estoy decidida —dijo Lili—. Pero, Greta, ¿es que no lo entiendes? Quiero<br />
tener hijos con mi marido.<br />
El sol se reflejaba ahora en la cúpula del Teatro Real. Lili Elbe y Greta, que<br />
volvía a llamarse Greta Waud, estaban solas en el apartamento. Su perro, Eduardo IV,<br />
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