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A finales de la primavera ya se habían abierto los relucientes brotes verdes de los<br />
sauces del parque Ørsted, y las rosas tempranas ponían una nota de color en los<br />
macizos de flores que había en torno al castillo de Rosenberg. <strong>La</strong> larga cubierta<br />
invernal del cielo se había levantado, y el atardecer comenzaba a alargarse hacia los<br />
calores estivales.<br />
Lili, que estaba mucho mejor, aceptó —de la misma manera que un niño acepta<br />
un beso de su madre— la proposición de matrimonio de Henrik. Se le declaró la<br />
noche antes de salir para Nueva York en el Albert Herring. Había hecho sus maletas y<br />
baúles de asas magulladas y embalado sus cuadros y sus pinceles.<br />
—¡A Nueva York! —no hacía más que decir Henrik—. ¡A Nueva York!<br />
Y Lili, que ya había mencionado a las otras dependientas de Fonnesbech’s la<br />
partida inminente de Henrik, levantó la cabeza y dijo:<br />
—¿Sin mí?<br />
Se hallaban en el estudio de Henrik, en Christianshavn, y el olor del canal les<br />
llegaba por la ventana. El estudio estaba vacío, sólo había en él equipaje y cajas<br />
marcadas con letras rojas que decían HENRIK SANDAHL, NUEVA YORK. Al<br />
retirar los muebles, había quedado al descubierto abundante polvo y grumos de<br />
pelusa, que se levantaban de los rincones impulsados por la corriente procedente de la<br />
ventana y flotaban en el aire. Henrik, que poco antes se había cortado el pelo, y lo<br />
había reducido a una delgada capa de rizos, dijo:<br />
—Ya te lo he dicho, y te lo repito ahora, ¿por qué no te casas conmigo?<br />
Eso era lo que siempre había querido Lili. Sabía que algún día se casaría; a veces,<br />
cuando pensaba en ello, se decía que el papel más importante que podía desempeñar<br />
en su vida era el de mujer de un hombre, mujer de Henrik. Era un pensamiento tonto,<br />
hasta ella lo sabía, y jamás se lo confesaría a Greta, que no pensaba así ni mucho<br />
menos. Pero ésta era su manera de pensar y sentir. Se imaginaba yendo de compras<br />
por el segundo piso de Fonnesbech’s, donde la ropa de hombre colgaba de perchas,<br />
tocando las telas de las camisas hasta encontrar la que mejor le sentaría a Henrik. Se<br />
imaginaba un bolso de la compra de malla, lleno hasta reventar de comestibles —<br />
filetes de salmón, patatas, un poco de perejil— que se iban a convertir en su cena. Se<br />
imaginaba la oscuridad que caería sobre su cama de matrimonio y cómo se hundiría<br />
el colchón cuando Henrik se le acercase.<br />
—Quiero que sepas una cosa de mí —le dijo Lili recordando la escena en el<br />
parque de Ørsted, años atrás, cuando salió corriendo y lo dejó plantado, mientras él<br />
gritaba su nombre—. Antes de que nos casemos.<br />
—Dime lo que quieras.<br />
—Cuando nací no me llamaba Lili Elbe.<br />
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