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permitido la conquista del Oeste. Llegó a preocuparse, de una manera nada habitual<br />
en ella, por el qué dirán, por si la considerarían una mujer frívola y sin cabeza, como<br />
esas que de pronto piensan que se han equivocado de marido. Greta, desde luego, no<br />
tenía esa idea de sí misma. Solicitó con apremio un certificado de defunción a<br />
nombre de Einar Wegener, a lo cual no accedieron las autoridades, aun cuando todos<br />
los relacionados con el caso conocían la situación en la que se encontraba. Un<br />
funcionario muy narigudo, que llevaba un bigote blanco muy recortado, llegó a<br />
reconocer que lo que pedía Greta se ajustaba mucho a la verdad.<br />
—Lo malo es que no puedo corregir la ley —dijo tras un montón de papeles que<br />
casi le llegaban al bigote.<br />
—¡Pero si mi marido está muerto! —insistió Greta, y golpeó con el puño cerrado<br />
el mostrador que la separaba del recinto de los burócratas, con sus manguitos y sus<br />
ábacos y su mustio olor a tabaco y a virutas de lápiz.<br />
—¡Habría que declararlo muerto! —repitió en su última visita a la oficina del<br />
registro civil, con voz ya menos enérgica.<br />
Observándoles desde lo alto de aquella habitación de burócratas estaba colgado<br />
uno de sus cuadros antiguos: el señor Ole Skram, vestido de negro; había sido<br />
viceministro del gobierno real durante menos de un mes y famoso solamente por su<br />
notable y bien documentada muerte entre las cuerdas de un globo aerostático que se<br />
estrelló contra el suelo.<br />
Pero todos los ruegos y alegatos de Greta fracasaron, de modo que, oficialmente,<br />
Einar Wegener desapareció, y su cadáver no fue encontrado.<br />
—Lili tiene que vivir su vida —dijo un día Hans—, debería salir sola y hacerse<br />
sus propios amigos.<br />
—Yo no le impido que lo haga.<br />
Greta se había encontrado con Hans a la entrada de la Academia Real de Bellas<br />
Artes, bajo el arco. Corría el mes de abril y el viento, frío y salado, venía del este, del<br />
Báltico. Greta se había subido el cuello, para protegerse del viento. A su lado pasaban<br />
estudiantes enguantados.<br />
—Y tú también —insistió Hans.<br />
Greta no dijo nada, mientras el frío se le metía espina dorsal abajo. Ante ella veía<br />
el Kongens Nytorv. Delante de la estatua del rey Cristián V un chico con una bufanda<br />
azul que le colgaba hasta las rodillas estaba besando a una <strong>chica</strong>. Lo malo de Hans<br />
era que siempre le recordaba lo que no tenía. Le recordaba —cuando se sentaba en su<br />
silla de leer esperando a que volviese Lili, con el corazón agitado ante cada ruido<br />
falso que le llegaba desde la escalera— algo de lo que ella se había convencido a sí<br />
misma de que no necesitaba. ¿A qué tenía miedo?<br />
—¿Te apetece venir conmigo a Helsingør mañana? —le propuso Hans.<br />
—No creo que pueda.<br />
El viento arreciaba y silbaba al pasar por el pórtico de la Academia, que tenía las<br />
paredes rayadas a causa del paso de camiones excesivamente anchos. Entraron y se<br />
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