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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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permitido la conquista del Oeste. Llegó a preocuparse, de una manera nada habitual<br />

en ella, por el qué dirán, por si la considerarían una mujer frívola y sin cabeza, como<br />

esas que de pronto piensan que se han equivocado de marido. Greta, desde luego, no<br />

tenía esa idea de sí misma. Solicitó con apremio un certificado de defunción a<br />

nombre de Einar Wegener, a lo cual no accedieron las autoridades, aun cuando todos<br />

los relacionados con el caso conocían la situación en la que se encontraba. Un<br />

funcionario muy narigudo, que llevaba un bigote blanco muy recortado, llegó a<br />

reconocer que lo que pedía Greta se ajustaba mucho a la verdad.<br />

—Lo malo es que no puedo corregir la ley —dijo tras un montón de papeles que<br />

casi le llegaban al bigote.<br />

—¡Pero si mi marido está muerto! —insistió Greta, y golpeó con el puño cerrado<br />

el mostrador que la separaba del recinto de los burócratas, con sus manguitos y sus<br />

ábacos y su mustio olor a tabaco y a virutas de lápiz.<br />

—¡Habría que declararlo muerto! —repitió en su última visita a la oficina del<br />

registro civil, con voz ya menos enérgica.<br />

Observándoles desde lo alto de aquella habitación de burócratas estaba colgado<br />

uno de sus cuadros antiguos: el señor Ole Skram, vestido de negro; había sido<br />

viceministro del gobierno real durante menos de un mes y famoso solamente por su<br />

notable y bien documentada muerte entre las cuerdas de un globo aerostático que se<br />

estrelló contra el suelo.<br />

Pero todos los ruegos y alegatos de Greta fracasaron, de modo que, oficialmente,<br />

Einar Wegener desapareció, y su cadáver no fue encontrado.<br />

—Lili tiene que vivir su vida —dijo un día Hans—, debería salir sola y hacerse<br />

sus propios amigos.<br />

—Yo no le impido que lo haga.<br />

Greta se había encontrado con Hans a la entrada de la Academia Real de Bellas<br />

Artes, bajo el arco. Corría el mes de abril y el viento, frío y salado, venía del este, del<br />

Báltico. Greta se había subido el cuello, para protegerse del viento. A su lado pasaban<br />

estudiantes enguantados.<br />

—Y tú también —insistió Hans.<br />

Greta no dijo nada, mientras el frío se le metía espina dorsal abajo. Ante ella veía<br />

el Kongens Nytorv. Delante de la estatua del rey Cristián V un chico con una bufanda<br />

azul que le colgaba hasta las rodillas estaba besando a una <strong>chica</strong>. Lo malo de Hans<br />

era que siempre le recordaba lo que no tenía. Le recordaba —cuando se sentaba en su<br />

silla de leer esperando a que volviese Lili, con el corazón agitado ante cada ruido<br />

falso que le llegaba desde la escalera— algo de lo que ella se había convencido a sí<br />

misma de que no necesitaba. ¿A qué tenía miedo?<br />

—¿Te apetece venir conmigo a Helsingør mañana? —le propuso Hans.<br />

—No creo que pueda.<br />

El viento arreciaba y silbaba al pasar por el pórtico de la Academia, que tenía las<br />

paredes rayadas a causa del paso de camiones excesivamente anchos. Entraron y se<br />

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