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terminado para siempre, y que ahora podrían pintar y vivir en paz, solas, y al mismo<br />
tiempo juntas. ¿No era ésta acaso la inacabable lucha de Greta? Una perpetua<br />
necesidad de sentirse libre y a solas, pero siempre querida y enamorada. «¿Piensas<br />
que acabaré enamorándome?», había comenzado a preguntar Lili a medida que la<br />
primavera volvía y los tonos grises desaparecían del puerto, y cedían el paso al azul.<br />
«¿Piensas que alguna vez me ocurrirá a mí también eso, encontrarme con el amor?»<br />
Con la primavera de 1931 comenzó a hundirse el mercado, bajaron los cambios y<br />
empezó a extenderse la gran nube negra de la ruina, tanto económica como política y<br />
social. Los norteamericanos comenzaban a irse de Europa, según Greta leía en los<br />
periódicos. Vio a una norteamericana comprando un billete de ida en las oficinas del<br />
Deutscher Aero-Lloyd. Era una mujer que llevaba un cuello de castor y un niño<br />
apoyado contra la cadera. Los cuadros, por buenos que fuesen, podían pasarse<br />
eternidades en las paredes de las galerías sin que nadie los comprase. Era un mundo<br />
gris y deslucido para que Lili naciese a la vida, ya no era el de antes. Todas las<br />
mañanas, Greta despertaba a Lili, que a veces no se despertaba por sí misma. Greta<br />
cogía una falda de la percha y una blusa con botones de madera y un jersey con copos<br />
de nieve bordados en las muñecas. Ayudaba a Lili a vestirse y le servía el café con<br />
pan negro y salmón ahumado salpicado de eneldo. Hasta media mañana no se<br />
despertaba de veras, y seguía teniendo los ojos obnubilados por la morfina y la boca<br />
reseca. «Será que estaba cansada», solía decir, como pidiendo excusas, y Greta<br />
asentía y decía: «Eso no tiene nada de particular.»<br />
Cuando Lili salía sola —de compras al mercado de pescado de Gammel Strand o<br />
a la clase de alfarería en la que Greta la había matriculado—, Greta intentaba pintar.<br />
Sólo hacía seis semanas, pero le parecía que llevaba más tiempo viviendo en el<br />
apartamento con su fantasmal olor a arenque. Algunas cosas eran las mismas: las<br />
sirenas de los ferrys que iban a Suecia y a Bornholm, y la luz del atardecer, que<br />
entraba por las ventanas, justo antes de que el sol se perdiese más allá de la ciudad, y<br />
subrayaba las siluetas de las torres de las iglesias. Sentada ante su caballete, Greta<br />
pensaba en Einar entonces y en Lili ahora, y cerraba los ojos y oía un campanilleo de<br />
recuerdos en su cabeza, pero enseguida lo reconocía: era la llamada de la lavandera<br />
cantonesa, que todavía recorría la calle avisando a los vecinos. Greta no se arrepentía<br />
de nada; al menos, eso creía.<br />
Se les concedió el divorcio con una rapidez que alarmó a Greta. Era evidente que<br />
ya no podían vivir conyugalmente, ahora que ambas eran mujeres y Einar había sido<br />
enterrado en el ataúd de los recuerdos. Así y todo, los funcionarios, con sus corbatas<br />
negras y sus dedos nerviosos, sorprendieron a Greta al solucionar su petición de<br />
divorcio con una celeridad que no tenía nada de normal. Pensaba, casi estaba segura<br />
de ello, que su solicitud se perdería entre el papeleo de la Administración. Aun<br />
cuando no le gustaba reconocerlo, Greta era como tantas otras muchachas de<br />
Pasadena para quienes el divorcio era un fallo moral; o, para ser más exactos, lo que<br />
ocurría era que lo consideraba una prueba de falta de aquel duro espíritu que había<br />
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