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Greta no podía soportarlo. Se abotonaba la bata de pintar y se echaba el pelo para<br />
atrás con el peine de concha de carey y mezclaba los colores en sus cuencos de<br />
Knabstrup y se quedaba en pie ante el retrato a medio terminar de Lili, pero seguía<br />
sin saber cómo acabarlo. El cuadro —con la parte superior del cuerpo de Lili ya<br />
terminada y la parte inferior solamente delineada a lápiz— le parecía obra de otra<br />
persona. Se quedaba mirando el lienzo y lo único que sentía era que no se podía<br />
concentrar. Cualquier cosa la distraía. Bajo la puerta había una oferta de ingreso en<br />
una biblioteca ambulante. Eduardo IV bebía ruidosamente en su cuenco de agua. <strong>La</strong><br />
puerta del estudio de Einar estaba abierta, y desde donde ella estaba se veía su sofá<br />
cama muy aseado, cubierto con un kilim rosa y rojo, y el orden y el vacío propios de<br />
las habitaciones donde ya no vive nadie. Una cómoda con los cajones vacíos: un<br />
armario ropero sin nada dentro, aparte de una sola percha solitaria colgando de la<br />
barra para trajes. Greta sentía una tremenda angustia en su corazón y sólo era capaz<br />
de pensar en Einar corriendo como un loco por Europa en un vagón de ferrocarril y<br />
llegando a Dresde de noche, con el pelo cubierto de rocío congelado y la dirección de<br />
la clínica bien apretada en el puño cerrado.<br />
Había otra exposición de sus cuadros en la galería de Hans, y, por primera vez, no<br />
había asistido a la inauguración. Interiormente se sentía harta de todo aquello, aunque<br />
ponía buen cuidado en que Hans no se diese cuenta. ¡Qué falta de gratitud sería! ¡Qué<br />
petulancia! Greta, que cinco años antes no era nadie, y que aquella misma mañana<br />
había concedido una entrevista a un apuesto periodista de Niza, un joven de ojos<br />
medio cubiertos por largos párpados que la interrumpía para hacerle preguntas como:<br />
«¿Cuándo se dio cuenta de que era una gran pintora?» Sí, bueno, todo eso estaba muy<br />
bien, era estupendo, y en sólo cinco años, pero, así y todo, Greta se sentaba y se ponía<br />
a pensar: «Sí, es cierto que he hecho algo», pero ¿qué importaba? Estaba sola, y su<br />
marido y Lili estaban en Dresde, solos.<br />
Más de una semana después de que Einar se fuera a Dresde, en un día lluvioso y<br />
sonoro de coches que resbalaban sobre el pavimento húmedo, Greta había visto a<br />
Hans en la galería. Estaba en la oficina trasera, y había un empleado sentado a la<br />
mesa de trabajo haciendo anotaciones en un libro de cuentas.<br />
—No se vendieron todos —dijo Hans, refiriéndose a los cuadros de la exposición.<br />
Uno de los cuadros de Greta, Lili en una caseta de los Bains du Pont-Solférino,<br />
estaba en el suelo, apoyado contra la mesa donde el empleado seguía tomando notas.<br />
—Me habría gustado verte en la inauguración —siguió diciendo Hans—. ¿Te<br />
pasa algo? —Y añadió—: ¿Conoces a mi nuevo ayudante? Te presento a Monsieur Le<br />
Gal.<br />
El nuevo empleado tenía el rostro estrecho y había algo en sus suaves ojos<br />
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