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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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observaba por el rabillo del ojo, pero no con desdén, sino con interés y anhelo,<br />

porque todas parecían conocerse entre sí, y ninguna de ellas, a juzgar por sus risas<br />

estridentes, tan fuertes que Lili temía que aquellos proyectiles cristalinos acabaran<br />

rompiendo los cristales de las ventanas, parecía inquietarse lo más mínimo por tener<br />

que pasarse los meses siguientes en la Clínica Municipal de Mujeres de Dresde. <strong>La</strong><br />

clínica semejaba una sociedad, una sociedad a la que todavía no pertenecía. A lo<br />

mejor, algún día ingresaría en ella, se dijo Lili. Notaba el calor del sol en las rodillas<br />

y en las muñecas, y volvió estas últimas de modo que su parte inferior sintiese<br />

también el agradable calorcillo que empezaba a invadir todo su cuerpo.<br />

Sabía que el profesor Bolk quería que engordase. Frau Krebs le traía por las<br />

tardes un plato de arroz con leche, en el que tenía el delicado detalle de esconder una<br />

almendra, según la costumbre <strong>danesa</strong>. <strong>La</strong> primera vez que Lili se llevó el pastoso<br />

arroz a la boca y encontró la almendra, levantó los ojos y dijo, en danés, olvidándose<br />

de donde estaba: «Tak, tak.»<br />

El tercer día que pasó en la clínica, Lili estaba sentada en el jardín de invierno<br />

cuando notó los brotes verdes de los azafranes al otro lado de la pared de cristal. Eran<br />

brillantes y se movían mecidos por la brisa. Se destacaban contra el césped del fondo,<br />

pardusco y desigual, que Lili se imaginaba desenrollándose como una alfombra verde<br />

a lo largo de las semanas siguientes. El río era de color aceite aquel día, y su corriente<br />

fluía lenta y empujaba a un carguero de poco calado cuya cubierta estaba llena de<br />

toldos negros muy tensados con cables.<br />

—¿Piensas que la primavera vendrá pronto?<br />

—¿Cómo dices? —dijo Lili.<br />

—Es que me fijé en que estabas contemplando los azafranes.<br />

Una de las <strong>chica</strong>s había acercado su silla metálica a la de Lili y la había colocado<br />

de modo que las dos se podían mirar a través de la mesa de hierro fundido.<br />

—A mí me parecen tempranos —dijo Lili.<br />

—Este año no me extraña —dijo la <strong>chica</strong>, cuyo cabello, de un rubio oscuro le caía<br />

sobre los hombros y cuya nariz era respingona. Resultó llamarse Ursula, era huérfana<br />

y venía de Berlín. Aún no había cumplido los veinte años, y si había ido a parar a<br />

Dresde era a causa de la más tonta de las equivocaciones. «Estaba convencida de<br />

estar enamorada de él», le confesó más tarde.<br />

El día después de conocerse, el sol era más fuerte todavía. Lili y Ursula, con<br />

jerséis de cuello alto y sombreros de piel con orejeras que les había prestado Frau<br />

Krebs, salieron a pasear por el parque. Bajaron por el camino que atravesaba el<br />

campo de azafranes, que se extendían por él como un sarpullido. Allá fuera,<br />

dominando el Elba, en medio de una brisa que era más violenta de lo que Lili había<br />

pensado mirando desde dentro del jardín de invierno, Ursula preguntó:<br />

—¿Y tú, Lili, por qué estás aquí?<br />

Lili sopesó la pregunta mordiéndose el labio y metiéndose las muñecas mangas<br />

adentro. Finalmente, dijo:<br />

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