La chica danesa
Una novela de David Ebershoff Una novela de David Ebershoff
de rostro hundido y cuyo abrigo le golpeaba las piernas. Einar observaba a través del cristal del escaparate a la mujer gorda, que tocaba los latas de Odol. Le habría gustado ser ella, examinar cuidadosamente los precios de la pirámide de latas, y echar una de pomada Schuppen en el cesto. Einar se la imaginó conduciendo su sedán camino de su casa, en Loschwitz, y dejando sus compras en el armarito del cuarto de baño, al lado del lavabo. Siguió andando por la ciudad, mirando los escaparates. Una sombrerería también hacía rebajas, y había una cola de mujeres a la puerta de la tienda. Un tendero de ultramarinos estaba colocando sobre la acera una caja de repollos. Y Einar se detuvo ante el escaparate de una tienda de cometas. Dentro había un hombre con las gafas en la punta de la nariz que estaba ocupado doblando varas en una mesa de trabajo. A su alrededor había distintos tipos de cometas. Una como una mariposa, otra como un molinete. Cometas en forma de dragón y cometas con alas de papel de plata, como peces voladores. Había una cometa que representaba un águila, y otra pequeña y negra con ojos saltones, como de murciélago. Einar fue a la taquilla de la Semperoper y compró una entrada para Fidelio. Sabía que allí acudían homosexuales, y temió que la mujer que lo atendía desde el otro lado del cristal, casi opaco a causa de su aliento, lo tomase por uno de ellos. Era joven y bonita, de ojos verdes, y resultaba patente que no quería mirar a Einar mientras cogía con repugnancia el dinero que éste le pasaba por la rendija de la taquilla, como si algo de ella se resistiese a aceptarlo. Y, una vez más, Einar se sintió abrumado ante la evidencia de que el mundo no acababa de darse cuenta de quién era realmente. Luego, Einar subió los cuarenta y un escalones que conducían a la terraza de Brühlsche, en la orilla derecha del Elba, que dominaba un amplio panorama del río. Había en ella árboles de copa cortada en dado, y la bordeaba una barandilla de hierro en la que se apoyaban los paseantes para observar el infinito arco del Elba. El viento soplaba siguiendo el curso fluvial, y Einar se subió el cuello del abrigo. Un hombre con un carrito vendía bocadillos de bratwurst y vasitos de sidra. Le dio uno a Einar y le escanció la sidra. Einar sostuvo como pudo el vaso sobre la rodilla y mordió un extremo del humeante bratwurst, de pellejo tenso y crujiente. Luego tomó un sorbo de sidra y cerró los ojos: —¿Sabe cómo le llaman a esto? —le preguntó el hombre. —¿A qué? —A esta terraza. La llaman el balcón de Europa. El hombre sonrió; le faltaban unos cuantos dientes. Estaba esperando a que Einar terminase la sidra para llevarse el vaso. Desde la terraza, al otro lado del río, se veían las torres cóncavas del Palacio Japonés, y más allá de éste los tejados de la Ciudad Nueva y los palacetes de jardines bien cuidados, y más allá los campos abiertos de Sajonia. Desde la terraza se diría que el mundo entero se abría, expectante, a los pies de Einar. —¿Cuánto le debo? —preguntó Einar. www.lectulandia.com - Página 178
—Cincuenta pfennigs. El río parecía entre pardusco y grisáceo, y el agua estaba picada. Einar entregó al hombre la moneda de aluminio y bronce. Terminó de beber la sidra y devolvió el vaso al hombre, que lo limpió con el faldón de su camisa. —Que usted lo pase bien, señor —le dijo mientras se marchaba tirando de su carrito. Einar lo miró, y vio a sus espaldas las fachadas de piedra amarilla y los tejados verdes de cobre de los grandes edificios rococó de Dresde, una de las ciudades más bellas que había visto en su vida: el Albertinum, la iglesia de la Virgen con su cúpula, la Grünes Gewölbe, la elegante plaza que se extendía delante de la ópera, y pensó que era un hermoso telón de fondo para el hombrecillo que tiraba de su carrito de bratwurst. Sobre la ciudad el cielo era de peltre y amenazaba tormenta. Einar se sentía frío y cansado, y, al levantarse para irse de la terraza de Brühlsche, tuvo la impresión de que su pasado se separaba de él y se alejaba. Pasaron otros dos días antes de que el profesor Bolk le enviase recado de que podía recibirlo, y Einar volvió a la Clínica Municipal de Mujeres una luminosa mañana en que las aceras de la ciudad estaban húmedas y relucientes. De día, la clínica parecía más grande, un palacete color crema con ventanas arqueadas y un reloj en el alero. Estaba emplazada en un pequeño parque lleno de robles, abedules, sauces y acebos. Frau Krebs le hizo pasar; lo acompañó por un largo pasillo de suelo de caoba negro y bien encerado. Había puertas a ambos lados, y Einar levantó los ojos y se sintió violento a causa de la curiosidad que lo inducía a mirar en el interior de cada estancia. A un lado del pasillo todas las habitaciones eran soleadas y tenían camas gemelas junto a las ventanas, con los edredones esponjados como sacos de harina. —Las chicas están ahora en el jardín de invierno —le dijo Frau Krebs. En la nuca, justo debajo del pelo, tenía una marca de nacimiento que semejaba los restos de un poco de mermelada de frambuesa. La clínica, le informó Frau Krebs, que iba un paso por delante de él, tenía treinta y seis camas. Arriba estaban los departamentos de cirugía, medicina interna y ginecología. Le señaló un pabellón que había al otro lado del patio, con un letrero sobre la puerta que decía: PATOLOGÍA. —El departamento de patología es nuestra última adquisición —le dijo, con orgullo, Frau Krebs—. Es allí donde el profesor Bolk tiene su laboratorio. Era un edificio cuadrado de estuco amarillo que hizo pensar a Einar, aunque se avergonzó de ello, en la cicatriz de viruela de Greta. Su primer encuentro con el profesor Bolk fue breve. —He hablado con su mujer —comenzó el profesor. Einar, que se sentía acalorado embutido en su traje y su camisa de cuello almidonado, que le apretaba, se tendió en la camilla. Frau Krebs entró en la www.lectulandia.com - Página 179
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de rostro hundido y cuyo abrigo le golpeaba las piernas. Einar observaba a través del<br />
cristal del escaparate a la mujer gorda, que tocaba los latas de Odol. Le habría<br />
gustado ser ella, examinar cuidadosamente los precios de la pirámide de latas, y echar<br />
una de pomada Schuppen en el cesto. Einar se la imaginó conduciendo su sedán<br />
camino de su casa, en Loschwitz, y dejando sus compras en el armarito del cuarto de<br />
baño, al lado del lavabo.<br />
Siguió andando por la ciudad, mirando los escaparates. Una sombrerería también<br />
hacía rebajas, y había una cola de mujeres a la puerta de la tienda. Un tendero de<br />
ultramarinos estaba colocando sobre la acera una caja de repollos. Y Einar se detuvo<br />
ante el escaparate de una tienda de cometas. Dentro había un hombre con las gafas en<br />
la punta de la nariz que estaba ocupado doblando varas en una mesa de trabajo. A su<br />
alrededor había distintos tipos de cometas. Una como una mariposa, otra como un<br />
molinete. Cometas en forma de dragón y cometas con alas de papel de plata, como<br />
peces voladores. Había una cometa que representaba un águila, y otra pequeña y<br />
negra con ojos saltones, como de murciélago.<br />
Einar fue a la taquilla de la Semperoper y compró una entrada para Fidelio. Sabía<br />
que allí acudían homosexuales, y temió que la mujer que lo atendía desde el otro lado<br />
del cristal, casi opaco a causa de su aliento, lo tomase por uno de ellos. Era joven y<br />
bonita, de ojos verdes, y resultaba patente que no quería mirar a Einar mientras cogía<br />
con repugnancia el dinero que éste le pasaba por la rendija de la taquilla, como si algo<br />
de ella se resistiese a aceptarlo. Y, una vez más, Einar se sintió abrumado ante la<br />
evidencia de que el mundo no acababa de darse cuenta de quién era realmente.<br />
Luego, Einar subió los cuarenta y un escalones que conducían a la terraza de<br />
Brühlsche, en la orilla derecha del Elba, que dominaba un amplio panorama del río.<br />
Había en ella árboles de copa cortada en dado, y la bordeaba una barandilla de hierro<br />
en la que se apoyaban los paseantes para observar el infinito arco del Elba. El viento<br />
soplaba siguiendo el curso fluvial, y Einar se subió el cuello del abrigo. Un hombre<br />
con un carrito vendía bocadillos de bratwurst y vasitos de sidra. Le dio uno a Einar y<br />
le escanció la sidra. Einar sostuvo como pudo el vaso sobre la rodilla y mordió un<br />
extremo del humeante bratwurst, de pellejo tenso y crujiente. Luego tomó un sorbo<br />
de sidra y cerró los ojos:<br />
—¿Sabe cómo le llaman a esto? —le preguntó el hombre.<br />
—¿A qué?<br />
—A esta terraza. <strong>La</strong> llaman el balcón de Europa.<br />
El hombre sonrió; le faltaban unos cuantos dientes. Estaba esperando a que Einar<br />
terminase la sidra para llevarse el vaso. Desde la terraza, al otro lado del río, se veían<br />
las torres cóncavas del Palacio Japonés, y más allá de éste los tejados de la Ciudad<br />
Nueva y los palacetes de jardines bien cuidados, y más allá los campos abiertos de<br />
Sajonia. Desde la terraza se diría que el mundo entero se abría, expectante, a los pies<br />
de Einar.<br />
—¿Cuánto le debo? —preguntó Einar.<br />
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