La chica danesa

Una novela de David Ebershoff Una novela de David Ebershoff

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20 Greta estaba sentada en la otomana de terciopelo. El pelo le caía sobre el rostro, y Eduardo IV estaba en su regazo, tembloroso. Con Einar en Dresde, Greta se sentía súbitamente incapaz de ponerse a trabajar. No podía pensar en otra cosa que en él en Alemania, camino del laboratorio del profesor Bolk. Se imaginaba a Lili perdida en las calles de Dresde y a Einar asustado sobre la camilla del profesor. Greta hubiese querido ir a Dresde con él, pero se opuso; dijo que aquello era algo que tenía que hacer solo, y ella no conseguía comprenderlo. Tres horas después del tren de Einar, salía otro para Dresde, y Greta había comprado el billete. Aparecería en la Clínica Municipal de Mujeres unas horas después que él, y entonces no podría hacer nada para quitársela de encima. Sabía muy bien que Lili deseaba que estuviese a su lado. Pero, mientras hacía las maletas y pensaba si podría dejar a Eduardo IV con Anna, Greta, de pronto, se detuvo. Einar le había pedido que no fuese; oía en su memoria sus palabras, cuidadosamente pensadas, y recordó lo difícil que le había resultado decirlas. Greta era más vieja ahora. Cuando se miraba al espejo, notaba una tenue, bella línea a cada lado de la boca, dos líneas que le recordaban la entrada de una cueva: sabía que esto era un poco exagerado, pero lo cierto era que estaban ahí. Se había prometido a sí misma que no se inquietaría por líneas o por arrugas, o incluso por unos pocos pelos grises que le habían aparecido en las sienes como la pelusa que aparece cogida en una escoba. Pero se preocupaba, aunque le costase mucho reconocerlo. Lo que hacía era no ocuparse de esa preocupación, mientras pasaban los meses y los años y se convertía cada vez más en el típico artista norteamericano residente en el extranjero, y mientras California se alejaba más y más, como si el terrible terremoto predicho por un doctor en física en el campus sombreado de palmeras de Cal Tech ya hubiese tenido lugar y toda la costa del Pacífico del soleado estado hubiese empezado a desplazarse y Pasadena estuviese separándose de la tierra firme, como un barco perdido, como una isla perdida, convirtiéndose, cada vez más, en un mero recuerdo. Con la excepción, naturalmente, de Carlisle, que, durante el otoño, había estado paseando cada vez más por París, embarrándose en la lluvia las vueltas de los pantalones. El dolor de su espinilla iba y venía con las nubes que llegaban del Atlántico. Él y Lili salían de la casita amparados en sus paraguas, y Lili envuelta además en su impermeable color rosa, que parecía tan pesado, que Greta se inquietaba temiendo que pudiese con ella. Greta y Carlisle habían discutido sobre la elección de médico de Einar, y Carlisle le dijo con toda claridad que pensaba que la suya era una elección equivocada: «Podría acabar arrepintiéndose de ello», le había dicho. Esto a Greta le dolía, y siguió sintiéndolo como una crítica durante todo el www.lectulandia.com - Página 172

otoño, mientras Carlisle cambiaba la compresa en la frente de Lili, o se sentaba en la cama de Lili para jugar al póquer con ella, o la acompañaba a la Ópera. «Siento mucho que no puedas venir con nosotros», decía Lili, con su vocecita. «¡No trabajes demasiado!» A veces Greta se sentía agobiada por su trabajo, como si ella fuese la única persona en el mundo que trabajaba, mientras los demás iban de un lado para otro pasándolo bien. Como si todo hubiese acabado por descansar sobre sus hombros, y todo su pequeño mundo íntimo fuese a sufrir una implosión si ella paraba y bajaba la cabeza. Pensaba en Atlas, que sostenía el mundo él solo. Y, sin embargo, esto no era justo, porque no sólo lo sostenía ella, sino que también era ella quien lo había creado. Había días en que estaba agotada, y sentía deseos de decírselo a alguien, pero no tenía a quién, de modo que debía contentarse con hablar con Eduardo IV mientras éste comía su cuenco de pellejo de pollo y ternillas. Bueno, tenía a Hans. El día después de que Einar saliese para Alemania, Hans había ido a visitarla. Acababa de pasar por la barbería, y tenía el pelo del cuello algo erizado y la piel sonrosada en los lugares por donde le habían pasado la navaja. Le hablaba a Greta sobre su nueva idea para una exposición: quería conseguir el permiso de la directora de un colegio particular de chicas para colgar una serie de retratos de Lili en sus paredes; esta idea le gustaba a Hans, y se le notaba por su manera de reírse mientras tomaba café. Durante aquellos dos últimos años Hans había salido con varias mujeres, como Greta sabía muy bien; entre otras, una actriz de Londres y la heredera de una fortuna basada en la mermelada. Hans ponía buen cuidado en no hablar a Greta de esas mujeres y evitaba mencionar con quién había pasado el fin de semana en Normandía. Pero a Einar se lo decía, y la noticia pasaba a Greta gracias a la voy sorprendida y jadeante de Lili: «¡Una actriz cuyo nombre está en todos los anuncios luminosos de Cambridge Circus!», le decía. «¿Verdad que es estupendo para Hans?» «Sí, desde luego, tiene que ser muy agradable para él», replicaba Greta. —¿Dónde se ha metido Einar? —preguntó Hans al cabo de un rato. —Se ha ido a Alemania, para atender a su salud. —¿A Dresde? —¿Acaso te lo dijo? —Greta paseó la vista por la habitación, y la detuvo unos instantes en sus caballetes, los cuadros apoyados contra las paredes y la mecedora—. Lili se fue con él. Esto está muy silencioso sin ellos. —Naturalmente que se fue con él —dijo Hans. Con una rodilla en el suelo, estaba desplegando los últimos retratos de Lili—. Me lo contó todo. —¿Qué te contó? —Lo de Lili. Lo del médico de Dresde. —Pero ¿de qué estás hablando? —Anda, Greta, déjate de tonterías. ¿Es que crees que no estoy enterado de todo? www.lectulandia.com - Página 173

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Greta estaba sentada en la otomana de terciopelo. El pelo le caía sobre el rostro, y<br />

Eduardo IV estaba en su regazo, tembloroso. Con Einar en Dresde, Greta se sentía<br />

súbitamente incapaz de ponerse a trabajar. No podía pensar en otra cosa que en él en<br />

Alemania, camino del laboratorio del profesor Bolk. Se imaginaba a Lili perdida en<br />

las calles de Dresde y a Einar asustado sobre la camilla del profesor. Greta hubiese<br />

querido ir a Dresde con él, pero se opuso; dijo que aquello era algo que tenía que<br />

hacer solo, y ella no conseguía comprenderlo. Tres horas después del tren de Einar,<br />

salía otro para Dresde, y Greta había comprado el billete. Aparecería en la Clínica<br />

Municipal de Mujeres unas horas después que él, y entonces no podría hacer nada<br />

para quitársela de encima. Sabía muy bien que Lili deseaba que estuviese a su lado.<br />

Pero, mientras hacía las maletas y pensaba si podría dejar a Eduardo IV con Anna,<br />

Greta, de pronto, se detuvo. Einar le había pedido que no fuese; oía en su memoria<br />

sus palabras, cuidadosamente pensadas, y recordó lo difícil que le había resultado<br />

decirlas.<br />

Greta era más vieja ahora. Cuando se miraba al espejo, notaba una tenue, bella<br />

línea a cada lado de la boca, dos líneas que le recordaban la entrada de una cueva:<br />

sabía que esto era un poco exagerado, pero lo cierto era que estaban ahí. Se había<br />

prometido a sí misma que no se inquietaría por líneas o por arrugas, o incluso por<br />

unos pocos pelos grises que le habían aparecido en las sienes como la pelusa que<br />

aparece cogida en una escoba. Pero se preocupaba, aunque le costase mucho<br />

reconocerlo. Lo que hacía era no ocuparse de esa preocupación, mientras pasaban los<br />

meses y los años y se convertía cada vez más en el típico artista norteamericano<br />

residente en el extranjero, y mientras California se alejaba más y más, como si el<br />

terrible terremoto predicho por un doctor en física en el campus sombreado de<br />

palmeras de Cal Tech ya hubiese tenido lugar y toda la costa del Pacífico del soleado<br />

estado hubiese empezado a desplazarse y Pasadena estuviese separándose de la tierra<br />

firme, como un barco perdido, como una isla perdida, convirtiéndose, cada vez más,<br />

en un mero recuerdo.<br />

Con la excepción, naturalmente, de Carlisle, que, durante el otoño, había estado<br />

paseando cada vez más por París, embarrándose en la lluvia las vueltas de los<br />

pantalones. El dolor de su espinilla iba y venía con las nubes que llegaban del<br />

Atlántico. Él y Lili salían de la casita amparados en sus paraguas, y Lili envuelta<br />

además en su impermeable color rosa, que parecía tan pesado, que Greta se<br />

inquietaba temiendo que pudiese con ella. Greta y Carlisle habían discutido sobre la<br />

elección de médico de Einar, y Carlisle le dijo con toda claridad que pensaba que la<br />

suya era una elección equivocada: «Podría acabar arrepintiéndose de ello», le había<br />

dicho. Esto a Greta le dolía, y siguió sintiéndolo como una crítica durante todo el<br />

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