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guerra; ahora que la contienda había terminado, volvía a Pasadena.<br />
Medio ocultos por un lujoso automóvil, Greta y Einar observaron a los hombres<br />
de la mudanza, que bajaban los cajones por los escalones y los metían en el camión<br />
que esperaba. Einar y Greta olían los geranios y la paja de la mudanza y el sudor de<br />
los hombres que levantaban el pesado embalaje donde estaba la cama de dosel de<br />
Greta.<br />
—Mi padre se va —dijo Greta.<br />
—¿Y tú también?<br />
—No, yo no, yo me quedo aquí, por mi cuenta. ¿No lo ves?<br />
—¿Qué es lo que tengo que ver?<br />
—Pues que por fin soy libre.<br />
Pero Einar no lo veía, por lo menos, en aquel preciso momento. No veía que<br />
Greta necesitaba estar sola en Dinamarca, sin parientes en toda Europa, para poder<br />
convertirse en la mujer que quería ser. Necesitaba poner todo un océano y todo un<br />
continente entre su familia y ella para sentirse capaz, por fin, de respirar tranquila.<br />
Einar no veía que ésa era otra de las características insolentemente norteamericanas<br />
de Greta; la ardiente necesidad de romper con todo y empezar de nuevo. Desde luego,<br />
a él nunca le habría pasado por la cabeza comportarse de ese modo.<br />
Y ésta era otra parte de su vida que la nota necrológica escrita por el<br />
Nationaltidende tendría que omitir. Los que la escribieran no sabrían de dónde sacar<br />
tales ideas. Y, como la mayor parte de los periodistas, aquellos jóvenes reporteros de<br />
decreciente cabellera rubia no se molestarían en comprobar sus fuentes. Falta de<br />
tiempo. Einar Wegener estaba desintegrándose. Sólo Greta recordaría de veras la vida<br />
que había llevado.<br />
Aquella nota necrológica que no se escribiría nunca debería seguir así:<br />
Hubo un día, el verano pasado, en el que Lili despertó en su habitación de la<br />
casita y se sintió insoportablemente acalorada. Era agosto. Por primera vez desde su<br />
boda, Greta y Einar decidieron no pasar sus vacaciones en Menton. Más que nada, a<br />
causa de la salud de Einar, que no estaba bien. <strong>La</strong>s hemorragias. <strong>La</strong> pérdida de peso.<br />
Los ojos, cada vez más hundidos en sus cuencas. Y, a veces, el no poder mantener<br />
erguida la cabeza en la mesa. Nadie sabía qué hacer. Nadie sabía lo que Einar quería<br />
que se hiciese. Y Lili despertó aquella mañana sintiéndose acalorada, cuando los<br />
humos de los camiones que descargaban en la charcutería de la esquina se levantaban<br />
hasta entrar por la ventana abierta y le llenaban la cara de hollín. Lili estaba echada<br />
en la cama, preguntándose si se levantaría en todo el día. Y la mañana pasaba, y ella<br />
miraba fijamente el yeso algo desconchado del techo y los pétalos blancos de la<br />
moldura del centro que había alrededor de la lámpara y le servían de soporte.<br />
Y entonces oyó voces en la puerta de la calle. Un hombre, y luego otro. Eran<br />
Hans y Carlisle. Escuchó mientras los dos hablaban con Greta, aunque la voz de ésta<br />
no se oía, de modo que lo único que llegó a sus oídos fue lo que decían los hombres.<br />
Sus voces rasposas hicieron pensar a Lili en una garganta con barba de tres días.<br />
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