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más ocupada que había conocido en su vida, siempre yendo a bailes y a espectáculos<br />
y siempre lista para ponerse a trabajar, aunque ello supusiese quedarse hasta tarde,<br />
hasta la hora nocturna en que la mayor parte de la gente lo que quiere es tomarse una<br />
copa e irse a dormir. Cuando pensaba en la mujer ideal, su pensamiento se dirigía<br />
cada vez más hacia Greta. Era más alta que cualquier otra, y mucho más activa.<br />
Recordaba un día en que levantó la vista de su mesa de trabajo, en su despacho, para<br />
mirar por la ventana, y la vio corriendo por entre el tupido tráfico que giraba en torno<br />
a Kongens Nytorv, con su falda gris azulada como un arado entre las ruedas y los<br />
parachoques de los carruajes y los automóviles, cuyos conductores no paraban de<br />
llamarle la atención a gritos y bocinazos. Y la veía agitando alegremente una mano y<br />
diciendo: «¿Qué más da?» Porque, ciertamente, Greta sólo se preocupaba por lo que<br />
le parecía importante, y a medida que Einar fue convirtiéndose en un hombre cada<br />
vez más silencioso y solitario, convencido de que siempre sería un inadaptado, de que<br />
para él sólo existiría la pintura, comenzó a pensar, también con creciente insistencia,<br />
en la mujer ideal. Y esa mujer ideal era Greta.<br />
Y, un buen día, de pronto, Greta reapareció en su despacho una cálida tarde de<br />
agosto, y ahora le estaba guiando por las calles de Copenhague, bajo las ventanas<br />
abiertas de la Kronprinsessegade, donde se oían los gritos de los niños, listos ya para<br />
sus vacaciones de verano, y el gañido de los perritos falderos, de diminutas patitas,<br />
que pedían que los llevasen a dar un paseo.<br />
Cuando llegaron a la calle donde vivía Greta, ésta le dijo:<br />
—Camina agachado, para que no te vean.<br />
Einar no entendió lo que quería decir con esto, pero ella le cogió la mano y los<br />
dos avanzaron procurando que los vehículos aparcados los ocultaran, calle abajo. <strong>La</strong><br />
noche anterior había llovido y los bordillos de las aceras estaban húmedos, y el sol,<br />
contra las húmedas llantas de los coches, traía a la nariz un olor a goma caliente, un<br />
olor, por cierto, que luego recordaría cuando Carlisle lo llevaba en coche por París el<br />
verano en el que ellos —todos ellos— estaban planeando el futuro de Lili. Greta le<br />
guió de coche en coche, como cuando se trata de evitar el fuego enemigo. Siguieron<br />
así calle abajo; por la calle de Copenhague donde vivía el señor Janssen, propietario<br />
de una fábrica de guantes en la que un incendio había matado a cuarenta y siete<br />
mujeres encogidas sobre sus máquinas de coser de pedal; por la calle donde vivía la<br />
condesa Haxen, que, a los ochenta y ocho años de edad, tenía la mayor colección de<br />
tazas de té de todo el norte de Europa, una colección tan vasta, que ni siquiera ella<br />
tenía inconveniente, cuando le daba un ataque de ira, en tirar una de sus tazas contra<br />
la pared; por la calle donde vivía la familia Hansen, con sus hijas gemelas, las cuales<br />
eran tan rubias y bellas por duplicado, que sus padres estaban constantemente<br />
aterrados ante la posibilidad de que las raptasen; bajaron hacia la casa blanca de<br />
puerta azul y maceteros en las ventanas llenos de geranios que eran tan rojos como la<br />
sangre de las gallinas y cuyo aroma llegaba hasta el otro lado de la calle, amargo,<br />
intenso, un poco pesado. Era la casa donde había vivido el padre de Greta durante la<br />
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