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Academia. Los cuadros de los estudiantes estaban colgados en el vestíbulo y por la<br />
pared de la escalinata de barandilla blanca donde, años más tarde, Greta cogería la<br />
cabeza de Einar entre las manos y se enamoraría de él. El pequeño paisaje del<br />
sombrío páramo que había pintado Einar estaba entre los cuadros allí colgados, en un<br />
marco purpurina que había pagado con el dinero que ganaba sometiéndose a<br />
experimentos médicos en el Hospital Municipal.<br />
El hombre de la capa hablaba bajo, y se corrió enseguida por la Academia la voz<br />
de que era un marchante de París. Llevaba un sombrero de ala ancha adornado con<br />
una cinta de cuero y los estudiantes apenas le veían los ojos. Tenía un pequeño bigote<br />
rizado que le caía a ambos lados de la boca y dejaba tras de sí un tenue olor a papel<br />
de periódico, igual que un automóvil deja el humo de su escape. El director en<br />
funciones de la Academia, el señor Rump, se presentó al extranjero, y le llevó por las<br />
salas de la Academia, cuyos suelos eran grises y estaban sin barnizar; los limpiaban<br />
niñas huérfanas que aún no habían llegado a la pubertad. Rump trató de detener al<br />
extranjero ante los cuadros pintados por sus discípulos favoritos, <strong>chica</strong>s de pelo<br />
ondulado y pechos redondos como manzanas y chicos de muslos como jamones. Pero<br />
el hombre de la capa, de quien se decía, aunque nadie lo pudo confirmar luego, que<br />
había dicho: «Tengo olfato para el talento», rehusó dejarse convencer por las<br />
frasecitas del señor Rump. El extranjero meneó la cabeza con un gesto de aprobación<br />
ante el cuadro del ratón y el queso que había pintado Gertrude Grubbe, una <strong>chica</strong><br />
cuyas cejas eran tan amarillas y vellosas que casi se diría que dos plumas de canario<br />
habían caído sobre su rostro. Se detuvo también ante la escena que mostraba a una<br />
mujer vendiendo un salmón, pintada por Sophus Brandes, un chico cuyo padre había<br />
sido asesinado en un ferry camino de Rusia por haber sonreído salazmente a la novia<br />
adolescente del asesino. Y, por último, el hombre de la capa se paró ante el sombrío<br />
paisaje del páramo de Einar. Representaba una escena nocturna, los robles y los<br />
sauces eran apenas sombras y el suelo parecía oscuro y resbaladizo como el aceite.<br />
En una esquina, junto a un pedrusco moteado de mica, había un perrito blanco,<br />
dormido a pesar del frío que evidentemente hacía. El día anterior, sin ir más allá, el<br />
señor Rump había declarado que aquel cuadro era «demasiado oscuro para la escuela<br />
<strong>danesa</strong>», y lo había colgado en uno de los peores lugares de la pared, junto al<br />
cuartucho donde las huérfanas guardaban sus escobas y se ponían los vestidos<br />
delantal sin mangas que el señor Rump las obligaba a llevar en la Academia.<br />
—Éste es bueno —dijo el hombre, y se llevó la mano a la capa y sacó una cartera<br />
hecha, según se rumoreó, de piel de lagarto.<br />
—¿Cómo se llama el pintor? —preguntó.<br />
—Einar Wegener —dijo el señor Rump, cuyo rostro estaba tiñéndose del color<br />
cálido y reluciente de la cólera.<br />
El extranjero le entregó cien coronas y descolgó el cuadrito de la pared. Todos<br />
cuantos se encontraban en la Academia cerraron entonces los ojos, incrédulos y<br />
atónitos. Todos ellos, tanto el señor Rump como sus discípulos, que habían vigilado<br />
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