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cemento. Venía la foto del personaje, cuya boca estaba torcida en una mueca triste.<br />
Había algo patético en aquel rostro, quizá la grasa que hinchaba su barbilla y le daba<br />
un aire infantil.<br />
Einar se retrepó en su asiento y observó su reflejo en el cristal de la ventanilla. A<br />
medida que caía la tarde, ese reflejo se volvía más sombrío y anguloso, de modo que<br />
para cuando se hizo de noche ya no reconocía su propio rostro en el cristal. Y<br />
entonces el reflejo desapareció, y fuera no se veía otra cosa que el distante pestañear<br />
de alguna aldea, mientras seguía sentado en la oscuridad.<br />
No sabrían por dónde comenzar con su nota necrológica, se dijo. Greta escribiría<br />
el borrador y lo llevaría personalmente a la oficina del periódico. Quizás los jóvenes<br />
reporteros rubios de decreciente cabellera del Nationaltidende lo tomarían como base.<br />
Cogerían el borrador de Greta, lo reharían y publicarían una nota necrológica llena de<br />
errores.<br />
Mientras escuchaba el traqueteo del tren bajo sus pies, se puso a pensar en cómo<br />
debería comenzar su nota necrológica:<br />
Nació en un páramo. Era una niñita nacida envuelta en un cuerpo de niño en un<br />
páramo. Einar Wegener nunca se lo había dicho a nadie, pero su primer recuerdo era<br />
la luz del sol entrando por el calado del vestido de verano de su abuela. <strong>La</strong>s mangas<br />
holgadas y caladas se alargaban hacia la cuna para cogerlo en brazos. Y recordaba<br />
haber pensado —bueno, no pensado, sentido— que la intensa luz del sol que<br />
penetraba por aquel calado iba a rodearlo para siempre, igual que si fuera otro de los<br />
elementos esenciales para la vida, como el agua, la luz, el calor. Él llevaba puesto su<br />
vestido de bautismo. El encaje, bordado por las tías de su madre muerta, diestras<br />
encajeras, colgaba en torno a él. Le colgaba hasta cubrirle los pies, y esto recordaría<br />
más tarde a Einar las colgaduras de encaje que lucían las casas de los aristócratas<br />
daneses: el algodón teñido de azul caía hasta el suelo de la sala y se abría en abanico<br />
por las tablas de un suelo bien encerado por una doncella huesuda. En la casa donde<br />
había nacido Hans había muchas colgaduras de ese tipo, y la baronesa Axgil solía<br />
chascar la lengua —la lengua más fina que Einar había visto en su vida, y casi bífida<br />
— contra el paladar cada vez que la niña envuelta en un cuerpo de niño que había<br />
nacido en un páramo se acercaba a ellas para tocarlas.<br />
<strong>La</strong> nota necrológica omitiría esta parte. También omitiría que Einar, borracho de<br />
cerveza Tuborg, orinó en el canal la noche que vendió su primer cuadro. Era un joven<br />
pintor que vivía en Copenhague, y sus pantalones de tweed le iban anchos, de modo<br />
que tuvo que hacerse otro agujero en el cinturón con un clavo y un martillito para que<br />
no se le cayeran. Estudiaba con una beca en la Academia Real de Bellas Artes; nadie<br />
esperaba de él que pintase en serio, sólo que aprendiese una o dos tretas sobre fondos<br />
y primeros términos y luego volviera a sus páramos, donde podría pintar los aleros de<br />
los ayuntamientos del norte de Jutlandia con escenas que representasen al dios<br />
nórdico Odín. Pero un buen día, a primera hora de una tarde de primavera, cuando el<br />
aire aún se cristalizaba en sus pulmones, un hombre envuelto en una capa pasó por la<br />
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