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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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19<br />

El tren de Einar entró en Alemania. Se detuvo en un campo pardusco, cuyo terreno<br />

removido estaba plateado por la escarcha. Fuera el sol era débil en el cielo de enero, y<br />

los abedules que enmarcaban el campo se encogían contra el viento. Lo único que<br />

veía Einar eran campos y más campos que se perdían en el cielo gris. No había nada<br />

más. Nada, excepto un tractor diesel perdido en medio del invierno, cuyo asiento de<br />

metal rojo temblaba sobre sus muelles.<br />

<strong>La</strong> policía de fronteras comprobaba los pasaportes en el tren. Einar oía a los<br />

agentes en el compartimiento contiguo; sus botas resonaban pesadamente contra la<br />

alfombra. Hablaban rápidamente, pero su voz parecía aburrida. Se oía el tenue<br />

quejido de una voz de mujer explicando su documentación, y uno de los policías, que<br />

repetía: «Nein, nein, nein.»<br />

En el compartimiento de Einar entraron dos agentes, y él sintió cierta agitación en<br />

el pecho, como si fuese culpable de algo. Los policías eran jóvenes y altos, y sus<br />

hombros quedaban muy ceñidos en los uniformes, que a Einar le parecieron<br />

incómodamente rígidos. Tenían los rostros relucientes bajo las viseras de las gorras,<br />

tan relucientes como los botones de latón de sus puños, Einar pensó de pronto que<br />

aquellos policías, que acababan apenas de salir de la juventud, estaban hechos<br />

también de latón: eran igual de dorados, relucientes y fríos. Y tenían un olor como<br />

metálico, probablemente por la crema de afeitar, tal vez suministro del Gobierno.<br />

Uno de los policías se había mordido las uñas hasta no dejar casi nada de ellas, y su<br />

compañero tenía los nudillos arañados.<br />

Inmediatamente le dio la impresión de que aquellos policías estaban<br />

decepcionados con él, como si, pasara lo que pasase, fuera incapaz de causarles la<br />

menor complicación. El que tenía las uñas mordidas le pidió el pasaporte, y en cuanto<br />

vio que era danés perdió incluso el poco interés que parecía sentir. Lo abrió mirando<br />

a su compañero. Ninguno de los dos agentes, que respiraban por la boca, se molestó<br />

en comprobar la información que daba el documento, ni tampoco en levantar a la luz<br />

la fotografía, sacada hacía mucho tiempo en un estudio fotográfico que olía a moho,<br />

situado cerca de la Torre Redonda, para compararla con el rostro de Einar. Ninguno<br />

de ellos dijo nada. El primero tiró el pasaporte al regazo de Einar, y el segundo, cuyos<br />

ojos se entrecerraron para fijarse mejor en él, se dio un golpecito en la tripa; los<br />

botones de cobre de sus puños temblaron, y Einar casi esperó que resonasen como<br />

campanillas. Y, sin más, se fueron.<br />

Algo después, el tren volvió a tomar velocidad, y la tarde transcurrió mientras<br />

recorría los campos de Alemania, donde, en la primavera, hileras y más hileras de<br />

plantas de colza brotarían llenando el suelo de flores de un amarillo deslumbrante y el<br />

aire de un intenso, aunque no desagradable, olor a materia en descomposición.<br />

www.lectulandia.com - Página 164

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