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19<br />
El tren de Einar entró en Alemania. Se detuvo en un campo pardusco, cuyo terreno<br />
removido estaba plateado por la escarcha. Fuera el sol era débil en el cielo de enero, y<br />
los abedules que enmarcaban el campo se encogían contra el viento. Lo único que<br />
veía Einar eran campos y más campos que se perdían en el cielo gris. No había nada<br />
más. Nada, excepto un tractor diesel perdido en medio del invierno, cuyo asiento de<br />
metal rojo temblaba sobre sus muelles.<br />
<strong>La</strong> policía de fronteras comprobaba los pasaportes en el tren. Einar oía a los<br />
agentes en el compartimiento contiguo; sus botas resonaban pesadamente contra la<br />
alfombra. Hablaban rápidamente, pero su voz parecía aburrida. Se oía el tenue<br />
quejido de una voz de mujer explicando su documentación, y uno de los policías, que<br />
repetía: «Nein, nein, nein.»<br />
En el compartimiento de Einar entraron dos agentes, y él sintió cierta agitación en<br />
el pecho, como si fuese culpable de algo. Los policías eran jóvenes y altos, y sus<br />
hombros quedaban muy ceñidos en los uniformes, que a Einar le parecieron<br />
incómodamente rígidos. Tenían los rostros relucientes bajo las viseras de las gorras,<br />
tan relucientes como los botones de latón de sus puños, Einar pensó de pronto que<br />
aquellos policías, que acababan apenas de salir de la juventud, estaban hechos<br />
también de latón: eran igual de dorados, relucientes y fríos. Y tenían un olor como<br />
metálico, probablemente por la crema de afeitar, tal vez suministro del Gobierno.<br />
Uno de los policías se había mordido las uñas hasta no dejar casi nada de ellas, y su<br />
compañero tenía los nudillos arañados.<br />
Inmediatamente le dio la impresión de que aquellos policías estaban<br />
decepcionados con él, como si, pasara lo que pasase, fuera incapaz de causarles la<br />
menor complicación. El que tenía las uñas mordidas le pidió el pasaporte, y en cuanto<br />
vio que era danés perdió incluso el poco interés que parecía sentir. Lo abrió mirando<br />
a su compañero. Ninguno de los dos agentes, que respiraban por la boca, se molestó<br />
en comprobar la información que daba el documento, ni tampoco en levantar a la luz<br />
la fotografía, sacada hacía mucho tiempo en un estudio fotográfico que olía a moho,<br />
situado cerca de la Torre Redonda, para compararla con el rostro de Einar. Ninguno<br />
de ellos dijo nada. El primero tiró el pasaporte al regazo de Einar, y el segundo, cuyos<br />
ojos se entrecerraron para fijarse mejor en él, se dio un golpecito en la tripa; los<br />
botones de cobre de sus puños temblaron, y Einar casi esperó que resonasen como<br />
campanillas. Y, sin más, se fueron.<br />
Algo después, el tren volvió a tomar velocidad, y la tarde transcurrió mientras<br />
recorría los campos de Alemania, donde, en la primavera, hileras y más hileras de<br />
plantas de colza brotarían llenando el suelo de flores de un amarillo deslumbrante y el<br />
aire de un intenso, aunque no desagradable, olor a materia en descomposición.<br />
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