La chica danesa

Una novela de David Ebershoff Una novela de David Ebershoff

02.05.2017 Views

todas las que recordaba, era que la habitación de Teddy en el sanatorio donde había tenido que ingresar al fin tenía una vista del Arroyo Seco y de los Montes de San Gabriel; se sentaba en una silla junto a la ventana y contemplaba aquel paisaje verde mientras Teddy dormía. El sanatorio era un edificio de estuco color canela, con un campanario, situado al borde de un acantilado sobre el arroyo. Un camino flanqueado por rosales daba la vuelta a la finca. Las habitaciones eran romboidales y tenían ventanas orientadas al sur y al norte. La cama de Teddy era de hierro pintado de blanco, y todas las mañanas una enfermera entraba para sentarlo en una mecedora, y luego enrollaba su colchón de rayas azules sobre el somier a los pies de la cama, donde quedaba igual que un enorme brazo relleno. Teddy se había pasado la mayor parte del invierno en el sanatorio, y en lugar de mejorar parecía ir empeorando semana tras semana. Tenía las mejillas hundidas y los ojos como empapados en algo que parecía leche cortada. Greta llegaba por la mañana e inmediatamente le limpiaba los ojos con el borde de su falda. Luego lo peinaba; su cabello había quedado reducido a casi nada, apenas unas cuantas hebras sueltas. Había mañanas en las que la fiebre le subía tanto que se le humedecía la frente, y, sin embargo, estaba demasiado débil para levantar el brazo y secársela. En más de una ocasión, Greta llegaba y lo encontraba en su mecedora, junto a la ventana, recibiendo de lleno la luz del sol, ardiendo en fiebre y envuelto en su bata de franela, que la enfermera le había atado en torno a la delgada cintura. Por la forma como contraía la cara, Greta se daba cuenta de que Teddy estaba tratando de levantar el brazo para pasarse la manga de franela de la bata por la frente; el sudor le goteaba de la barbilla como si acabase de pasar bajo un chaparrón. Pero entonces corría el mes de marzo, y las lluvias del invierno ya habían pasado, y todo Pasadena parecía de jade verde; y en lugar de que la clara luz del sol limpiase de tuberculosis los pulmones y la médula de Teddy, lo que hacía era incendiarlo, prenderle fuego, de modo que antes incluso de las diez de la mañana, y de la llegada del primero de los vasos de zumo de naranjas chinas que le servían cada día, Teddy ya estaba desmayado bajo el peso de la fiebre. Para abril Teddy dormía cada vez más. Greta se sentaba en la mecedora, cuyo acolchado blanco empezaba a desgastarse por los brazos, mientras él permanecía tumbado de lado en la cama. A veces se agitaba en sueños, y los muelles del somier rechinaban; ese ruido le sonaba como un quejido de los huesos de su marido, rellenos de tuberculosis igual que un pastel está relleno de nata. El médico que lo visitaba, el doctor Hightower, llevaba una bata blanca encima de un traje marrón barato. Teddy seguía negándose a que lo visitara el doctor Richardson, que no sólo había tratado a todos los miembros de la familia Waud en Pasadena, sino también a las familias de Henrietta y de Margaret y de Dottie Anne. —Con el doctor Hightower me basta —solía decir—, no necesito un médico que esté de moda. —Pero ¿qué quiere decir eso de un médico que esté de moda? —le decía Greta, que en el momento mismo de levantarle la voz se arrepentía de haberlo hecho. www.lectulandia.com - Página 158

Greta no quería contradecir a Teddy; y, sobre todo, no quería herirlo diciéndole que sabía lo que le convenía mejor que él. Así era como pensaba comportarse en aquel asunto, de modo que toleraba cortésmente la presencia del doctor Hightower cuando realizaba sus visitas diarias. El médico siempre tenía prisa, y con frecuencia no llevaba los papeles que debía en el sobre color beige que le asomaba siempre bajo el brazo. Era un hombre larguirucho, con el pelo de un rubio sucio, como café muy claro. Procedía de Chicago, y había algo en las puntas de sus extremidades —de su nariz, de sus orejas, de sus dedos nudosos— que daba la impresión de que estaban medio congeladas. —¿Qué tal se siente hoy? —solía preguntar el doctor Hightower. —Un poco mejor —decía Teddy, que tal vez se lo creía de verdad, o tal vez no consideraba conveniente responder cualquier otra cosa. El doctor Hightower asentía entonces y comprobaba algo en un diagrama que traía entre sus papeles. Greta se excusaba diciendo que tenía que hacer una llamada a la casa desde la que se dirigían los naranjales, donde se esperaba de un momento a otro a un contingente de peones procedentes de Tecate. Y con el teléfono, en la habitación de las enfermeras, bien apretado contra la oreja, llamaba a Richardson y le decía solamente: «Está cada vez peor.» La madre de Greta solía visitar a Teddy por las tardes, cuando éste se sentía mejor. Greta y Teddy permanecían sentados en silencio mientras la señora Waud hablaba y hablaba sobre la conveniencia de abrir la casa de la playa de Del Mar, o sobre el telegrama del padre de Greta, que les informaba, más entusiasta que los periódicos, sobre el inminente fin de la guerra. Greta esperaba en silencio que su madre interviniese de la única forma que hubiese sido eficaz: descubriendo la cama y forzando a Teddy a bajarse de ella para tomar un baño caliente de sales minerales y llevándole a los labios una taza de té reforzado con bourbon y por último animándolo diciéndole: «¡Bueno, hale, y ahora a ponerte bien se ha dicho!». Cuando menos, eso es lo que Greta esperaba de todo corazón que hiciese. Pero la señora Waud nunca lo hacía. Lo que hacía era dejar a Teddy en manos de Greta. Se ponía los guantes al final de la visita y luego besaba a Teddy en la frente a través de la máscara y se limitaba a decir: —La próxima vez que venga, quiero verte levantado. Entrecerraba los ojos y miraba a Greta. En el pasillo, fuera de la estancia, la señora Waud se quitaba la máscara y decía: —Cerciórate de que le den el mejor cuidado posible, Greta. —No quiere que lo trate Richardson. —Pues es quien debería tratarlo. Y Greta entonces telefoneaba a Richardson, para darle las últimas noticias del estado de Teddy. —Sí, ya sé —respondía Richardson—, he consultado con el doctor Hightower. Si quiere que le diga la verdad, no sé si me sería posible hacer algo por él. Tendremos www.lectulandia.com - Página 159

todas las que recordaba, era que la habitación de Teddy en el sanatorio donde había<br />

tenido que ingresar al fin tenía una vista del Arroyo Seco y de los Montes de San<br />

Gabriel; se sentaba en una silla junto a la ventana y contemplaba aquel paisaje verde<br />

mientras Teddy dormía. El sanatorio era un edificio de estuco color canela, con un<br />

campanario, situado al borde de un acantilado sobre el arroyo. Un camino flanqueado<br />

por rosales daba la vuelta a la finca. <strong>La</strong>s habitaciones eran romboidales y tenían<br />

ventanas orientadas al sur y al norte. <strong>La</strong> cama de Teddy era de hierro pintado de<br />

blanco, y todas las mañanas una enfermera entraba para sentarlo en una mecedora, y<br />

luego enrollaba su colchón de rayas azules sobre el somier a los pies de la cama,<br />

donde quedaba igual que un enorme brazo relleno.<br />

Teddy se había pasado la mayor parte del invierno en el sanatorio, y en lugar de<br />

mejorar parecía ir empeorando semana tras semana. Tenía las mejillas hundidas y los<br />

ojos como empapados en algo que parecía leche cortada. Greta llegaba por la mañana<br />

e inmediatamente le limpiaba los ojos con el borde de su falda. Luego lo peinaba; su<br />

cabello había quedado reducido a casi nada, apenas unas cuantas hebras sueltas.<br />

Había mañanas en las que la fiebre le subía tanto que se le humedecía la frente, y, sin<br />

embargo, estaba demasiado débil para levantar el brazo y secársela. En más de una<br />

ocasión, Greta llegaba y lo encontraba en su mecedora, junto a la ventana, recibiendo<br />

de lleno la luz del sol, ardiendo en fiebre y envuelto en su bata de franela, que la<br />

enfermera le había atado en torno a la delgada cintura. Por la forma como contraía la<br />

cara, Greta se daba cuenta de que Teddy estaba tratando de levantar el brazo para<br />

pasarse la manga de franela de la bata por la frente; el sudor le goteaba de la barbilla<br />

como si acabase de pasar bajo un chaparrón. Pero entonces corría el mes de marzo, y<br />

las lluvias del invierno ya habían pasado, y todo Pasadena parecía de jade verde; y en<br />

lugar de que la clara luz del sol limpiase de tuberculosis los pulmones y la médula de<br />

Teddy, lo que hacía era incendiarlo, prenderle fuego, de modo que antes incluso de<br />

las diez de la mañana, y de la llegada del primero de los vasos de zumo de naranjas<br />

chinas que le servían cada día, Teddy ya estaba desmayado bajo el peso de la fiebre.<br />

Para abril Teddy dormía cada vez más. Greta se sentaba en la mecedora, cuyo<br />

acolchado blanco empezaba a desgastarse por los brazos, mientras él permanecía<br />

tumbado de lado en la cama. A veces se agitaba en sueños, y los muelles del somier<br />

rechinaban; ese ruido le sonaba como un quejido de los huesos de su marido, rellenos<br />

de tuberculosis igual que un pastel está relleno de nata. El médico que lo visitaba, el<br />

doctor Hightower, llevaba una bata blanca encima de un traje marrón barato. Teddy<br />

seguía negándose a que lo visitara el doctor Richardson, que no sólo había tratado a<br />

todos los miembros de la familia Waud en Pasadena, sino también a las familias de<br />

Henrietta y de Margaret y de Dottie Anne.<br />

—Con el doctor Hightower me basta —solía decir—, no necesito un médico que<br />

esté de moda.<br />

—Pero ¿qué quiere decir eso de un médico que esté de moda? —le decía Greta,<br />

que en el momento mismo de levantarle la voz se arrepentía de haberlo hecho.<br />

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