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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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tranquilamente la llamada. Cada vez que Teddy tosía y se llevaba el pañuelo —que<br />

ella planchaba con una plancha negra de hierro— a la boca, Greta echaba una ojeada<br />

de reojo para ver si había expulsado algo con la tos. A veces el pañuelo estaba seco, y<br />

ella se limitaba a suspirar. Pero en otras ocasiones había flema y un líquido espeso y<br />

blanquecino que salía de la boca de Teddy. Y luego, más y más, hasta que escupía un<br />

grueso grumo de sangre. Era Greta, y no Akiko, quien lavaba la ropa interior de<br />

Teddy, incluyendo sus pañuelos, y por eso podía saber exactamente cuánta sangre<br />

escupía. Tenía que cambiarle las sábanas todas las noches, y empapar los pañuelos, y,<br />

a veces, también las camisas, en tinas de lejía, cuyo áspero olor a cloro le hacía<br />

cosquillas en las ventanillas de la nariz y le escocía los ojos. <strong>La</strong> sangre no se quitaba<br />

con facilidad, y tenía que frotar y frotar hasta despellejarse los dedos, tratando de<br />

liberar los pañuelos de sus manchas, los cuales recordaban a Greta los trapos que<br />

usaba para limpiar sus caballetes cuando pintaba, cosa que, ahora, instalados como<br />

estaban en la casita en Pasadena, ya no hacía nunca. Pero, no obstante la tos y la<br />

sangre, cada vez que Greta cogía el teléfono, Teddy siempre decía lo mismo:<br />

—No pienso ver a ningún médico, por Dios bendito, porque no estoy enfermo.<br />

En un par de ocasiones, Greta se las compuso para que el doctor Richardson<br />

acudiera a la casita. Teddy le recibía en la solana.<br />

—Ya sabe cómo son las mujeres —le decía Teddy, cuyo flequillo le caía sobre los<br />

ojos—, siempre inquietándose por nada. Pero, la pura verdad, doctor, no tengo lo que<br />

se dice absolutamente nada.<br />

—Bueno, pues, entonces, ¿qué me dices de tu tos? —le interrumpía Greta.<br />

—Nada, es la tos propia de los agricultores. Si tú hubieras crecido en el campo,<br />

como yo, también la tendrías —decía, riéndose, y su risa se contagiaba al doctor<br />

Richardson y a Greta, por más que ésta no veía nada gracioso en la forma de<br />

comportarse de Teddy.<br />

—Probablemente no sea nada —decía el doctor Richardson—, pero ¿le<br />

importaría que echase una ojeada?<br />

—<strong>La</strong> verdad es que sí, que me importaría.<br />

<strong>La</strong> solana estaba pavimentada de azulejos que el propio Teddy había hecho en su<br />

estudio. Eran de color entre naranja y ámbar. En invierno eran demasiado fríos para<br />

pisarlos descalzo, o incluso con calcetines.<br />

—Bueno, ya me llamarán si creen que tienen necesidad de mí —decía el doctor<br />

Richardson, y cogía su maletín y se marchaba.<br />

Greta, que deseaba, por encima de todo, ser una buena esposa, y no quería que su<br />

marido, cuando estaba con sus amigos, se riese de ella y comentase lo aprensiva y<br />

dominante que se mostraba, se echaba el pelo para atrás, hasta que le cubría las<br />

orejas, y decía:<br />

—De acuerdo. Si no quieres que te vea Richardson, lo mejor será que te cuides lo<br />

que se dice mucho.<br />

<strong>La</strong> razón de que para Greta aquella primavera, la de 1918, fuese la más verde de<br />

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